Comenzaré diciendo que las palabras se hicieron para decirlas y que algo peor que la barbarie: el silencio.
Es preciso no haber nacido en un país, padecer de un resentimiento muy arraigado o ser bien despreciable para odiar a su gente, a la que se le niega el ejercicio de los más elementales derechos, y para más INRI, se le prohíbe hablar de tal o cual personaje siniestro de nuestra historia reciente.
Precisamente, cuando ese personaje de ingrata recordación ha sido el causante de esta desgracia, de esta pesadilla dieciochoañera que no ha debido tener espacio ni hora en ningún lugar del mundo, la peste chavista pretende acallar las voces angustiadas de un pueblo que padece los embates del infierno aposentado en Miraflores, suerte de beneficiario fatídico de una herencia plagada de odio y resentimiento; de ineficiencia y destrucción; de ideas explosivas y planes diabólicos.
Quizás la palabra no salva, pero el silencio condena. Y un pueblo hambriento, enfermo, constantemente amenazado por el hampa armada y desalmada, con impunidad garantizada, no puede mantenerse callado ante la tragedia y el sufrimiento por la acción de un gobierno empeñado en llevarnos al abismo, acabando con lo que queda de país.
Mientras el país va por un despeñadero, hora triste, de angustia, cuesta abajo en su rodada, como dice el tango, la barbarie que desgobierna anda carnetizando, compra y venta de sueños y conciencias del pueblo que padece; manipulando sus miserias; poniendo en evidencia que el chavismo es esa otra metáfora de la pobreza.
Sin eufemismos innecesarios, ni giros lingüísticos, tampoco mojones idiomáticos: ni malo ni pésimo, el de Chávez ha sido el peor gobierno de nuestra historia republicana, y la barbarie le pisa las patas, no para lavarlas.
Porque eso es el chavismo, proyecto macabro de aquel milico golpista que encarnó la suma de todos los defectos morales del venezolano, al punto de dejar allí a un sujeto capaz de seguir en su acción de arruinar aún más a Venezuela, sus gentes y sus instituciones. Ni héroe ni mártir, es un títere dejado allí por el muerto golpista, con la anuencia de la siniestra dupla cubana.
La peste ideada por el golpista y sus conmilitones, continuarán inventando golpes, invasiones y magnicidios; son los mismos que pontificaban sobre la salud del enfermo terminal más sano del mundo.
El chavismo nunca será un recuerdo provechoso del pasado, pero sí un letrero vigilante del porvenir. De allí nuestra oposición a esa loca persistencia que pretende borrar la civilidad para imponer el militarismo. Imposible imponer la imagen de un caudillo sobre la idea de democracia y de régimen de libertades públicas.
En el rosario de mis culpas, no está haber votado por el muerto Chávez ni por ninguno de su séquito. En mis antecedentes electorales no está haber votado por ningún golpista resentido y delirante.
El delirante golpista fue enemigo de la democracia, pésimo administrador, un militarista desquiciado que acabó fragmentando con su odio a toda una sociedad. Lo de Chávez no fue un conato, fue toda una terrible realidad que aún padecemos. Acabó con hatos, fincas y un sinfín de ajenas propiedades.
Chávez insultó y nos escarneció en sus deleznables y obligadas cadenas nacionales de radio y TV; enajenó nuestra soberanía a los designios de la oprobiosa dictadura cubana. Ninguna lista infame y excluyente pudo haberse hecho, sin la aprobación del mediocre milico golpista.
¿Qué hizo Chávez ante la acción asesina del hampa y del malandraje? Llamar “bienandro” a un delincuente e incluirnos a tantos venezolanos en listas infames, fue otra perversión del muerto Chávez.
Chávez vive en cada perdigonazo, en cada lágrima gasificada, en cada gota de sangre derramada, en cada bala disparada, en cada miseria humana. Conviene decirlo, prohibido olvidar. La memoria es de los demócratas, del autócrata el olvido.
La tortura lesiona el cuerpo, la censura lastima el alma. Por mi parte, no haré silencio.
Jesús Peñalver