No puede hablarse del muro sin hacer referencia a la gran muralla china, ya lo hice antes, pero debo de nuevo enfatizar que aunque esa edificación antecedió al nacimiento de Cristo fue en el siglo XIII de nuestra era cuando mostró su perniciosa función, que no fue precisamente impedir la entrada de los extranjeros, sino aislar a los chinos, lo que derivó en que el país más desarrollado de entonces permaneciera en el feudalismo hasta el siglo XX cuando la llegada de Deng Xiaoping apartaría al mayor señor feudal de la historia de la humanidad: Mao Zedong.
Sin embargo, la historia de esa formidable muralla como ejemplo del retroceso que implica el aislamiento, corre paralela con su valor como obra de ingeniería, que también puede expresarse diciendo como obra de arte, lo que la convierte en una obra de la humanidad. En estilo refinado se la llama ‘patrimonio común de la humanidad’
Para que una obra alcance esa condición de ‘patrimonio común’ debe transitar un largo camino, puesto que toda obra comienza por ser de un hombre o de un grupo de hombres; y no es propiamente lo que ella es en sí misma, sino lo que ella representa o sirve a los demás lo que con el transcurso del tiempo la convierte en patrimonio común, que como su nombre lo indica trasciende no solo a quienes la realizaron, sino a la generación presente cuando se la ejecutó y a las que le siguen y la valoran.
A esta trompada de Trump no le auguro un destino parecido al de la gran muralla china, creo que está más cercana al “muro de Berlín” del cual no queda piedra sobre piedra por la sencilla razón de que su constructor no fue la Unión Soviética con su pandilla de repúblicas socialistas, sino el miedo.
La población del Berlín occidental no se aisló del mundo, fue el mundo socialista el que se aisló de la humanidad.
Caracas, 30 de enero de 2017