En su malhadado transitar, la autodenominada revolución bolivariana devino cansona comprobación de lo que bien puede considerarse máxima politológica: las revoluciones son, por definición y esencia, el mentís del sistema democrático. El leitmotiv revolucionario es el poder per se. Los objetivos centrales de todo movimiento político así concebido son preservar, a como dé lugar, el usufructo de la autoridad y mantener el enquistamiento de la nomenklatura en el papel de élite dominante. Para las revoluciones, son aborrecibles los consensos resultantes de acuerdos nacionales y ellas entienden el disenso como falta imperdonable a ser castigada con la mayor severidad posible. En la óptica del fanatismo despótico consustancial a la cosmovisión revolucionaria, disentir implica desafiar el más sagrado de los mandamientos autoritarios: jamás ser contrario y practicar lealtad perruna a los personeros gobernantes, en especial el líder supremo, donde lo haya.
Día a día, cada vez que lo consideran perentorio y cuando el costo político a pagar es manejable, las revoluciones cercenan, niegan y/o minimizan las libertades políticas y civiles de la gente. En caso contrario, darían puerta franca a lo nunca permisible: la fundada oposición a los dictados del régimen imperante; léase, sólido peligro para su operación y continuidad. Así las cosas, la expresión de la opinión no condicionada, producto de la práctica del pensamiento no domeñado, es condenada y agredida por la furia represiva. Nada causa más urticaria en un revolucionario embebido de poder que el hecho de que le lleven la contraria. Prisionero como es de su espíritu intolerante, el revolucionario sólo permite una palabra sacrosanta, sólo acepta una verdad inamovible: el discurso emitido desde los cenáculos validos de hegemonía comunicacional.
Lo más deplorable del caso ocurre cuando los directamente afectados, aquellos a quienes se les coartan las libertades referidas, incurren en los siguientes despropósitos: uno, son incapaces de calibrar el grado de indefensión al que los condena la arbitrariedad gubernamental; y, dos, justifican la práctica de su indolencia, amparándose en la timorata excusa de la persistencia de supuestas «ventanas democráticas» por las cuales colarse. En rechazo de ambas posturas de alcance enano, lucen imprescindibles cierto recordatorio y una reflexión insoslayable. Recordatorio: la siempre valedera advertencia proferida por Angela Davis, independientemente no se compartan sus convicciones ideológicas: …«si vienen por mí en la mañana, vendrán por ti en la noche»… Reflexión: es infantil olvidar que en el asunto planteado importan nada o poco los grados de intensidad del fenómeno. Se está ante una cuestión de principios: la libertad no se constriñe más ni se constriñe menos, simplemente se constriñe. En estos trances, lo único verdaderamente significativo es el sempiterno afán revolucionario de imposibilitar, a troche y moche, el ejercicio de la libertad.
Es insólito que opinar en contrario se asuma traición al terruño. Es inaudito que proponer derroteros alternativos se entienda como instigación de supuestas rebeliones. Los universitarios de verdad, aquellos comprometidos en mente, alma y corazón con …«la ciencia, la conciencia y la verdad»… no pueden ser cómplices o indiferentes ante tal desafuero. Que quede claro: ¡Santiago Guevara somos todos!
Historiador
Universidad Simón Bolívar
@luisbutto3