No es lo mismo “salir” que “tener que irse”.
Entre “salir” y “tener que irse” se cierne una abismal diferencia.
No es lo mismo salir del país, -de la tierra que nos vio nacer y crecer- con el propósito de ver otro panorama, conocer otra cultura o complementar la formación profesional y verse obligado a emigrar -a ser expatriado- por circunstancias ajenas a la voluntad personal.
Tener que abandonar irremediablemente la familia, la cultura y la nación para poder, escasamente sobrevivir en otras latitudes no es hacer turismo y mucho menos pasarla bien.
“Tener que salir” es una realidad humillante y dolorosa. Es una situación equiparable al indeseado exilio del que fueron víctimas los Israelitas en Babilonia.
Y podemos hablar de ello porque los datos históricos de las Sagradas Escrituras son referencia obligatoria para los pueblos eminentemente cristianos, como el nuestro.
La liturgia de la Palabra que nos presenta la Iglesia en este quinto Domingo de cuaresma nos muestra, en la primera lectura el mensaje de Dios a su pueblo de Israel por medio de Ezequiel, llamado también uno de los cuatro “profetas mayores” del Antiguo Testamento.
En la lectura del profeta Ezequiel (Ez.37,12b-14) es Dios mismo quien muestra su consuelo y colma de esperanza a los israelitas, deportados en Babilonia, prometiéndoles y asegurándole el retorno a su país, a su tierra, a Israel. Y así sucedió: Los israelitas deportados en Babilonia retornaron Israel después de aquella vivencial pesadilla. Los deportados retornaron -a la patria que Dios había prometido a Abraham y a su descendencia-.
Ezequiel, al momento de culminar su formación teológica, era un joven de unos 25 años -la misma edad de nuestros jóvenes venezolanos que emigran hoy-. Poco antes de comenzar su servicio como sacerdote en el templo fue victima del exilio.
En el año 597 antes de nuestro Señor Jesucristo y junto a otros sacerdotes del templo, junto a muchos otros hijos de Israel, también Ezequiel fue detenido por el rey Nabucodonosor y sacado de su tierra.
Desde la pena en Babilonia intentaba el profeta Ezequiel mediar para que se consiguiera, de cualquier modo, una solución política y pacífica a tan gravísima problemática de amenaza y exterminio y lograr así que los Israelitas pudieran retornar a los territorios de los que habían sido expropiados y echados.
Ezequiel no fue escuchado, lo que trajo, finalmente, como consecuencia que la situación desembocara en la gran catástrofe del año 587 antes de nuestro Señor Jesucristo con la destrucción de Jerusalén y su majestuoso templo.
Ante tal calamidad y humillados al extremo por tal situación, se sentaban los israelitas a llorar a las orillas de los ríos de Babel.
No era para menos, ya que en las lágrimas de aquellos hombres, mujeres y niños se plasmaban la nostalgia, el cansancio, la humillación, la resignación y hasta el debilitamiento en la fe.
Toda aquella pena y calamidad del exilio limitaba en sus fronteras sentimentales con la impotencia y el desasosiego -y para colmo de ello- con la muerte de familiares, amigos y seres queridos, a quienes jamás volverían a ver.
El exilio en tales condiciones era, por tanto como “la muerte en vida” y podía, en consecuencia compararse para los israelitas con la oscuridad y las tinieblas de los sepulcros y de las tumbas.
Justamente en ese momento se da la hora Sacerdotal del profeta Ezequiel, quien en una visión sobrenatural recibe de Dios la orden de hablar contra el cansancio y la desesperanza para proclamar la fe y alentar al pueblo a la libertad y profetizar el pronto retorno a la tierra que mana leche y miel.
El mensaje principal de Ezequiel es que “Dios, con su poder, sacará a su pueblo de esos sepulcros, de esa situación inhumana en la que se encuentran”.
La libertad inminente e irreversible será obra de Dios y será coronada con el retorno de los deportados a la tierra que los vio nacer.
A ellos, a los hijos de Israel, a quienes se sienten –como en la oscuridad de un sepulcro” los libertará Dios mismo de la situación de calamidad sociopolítica, psicológica y espiritual causadas por el asecho de quienes vulneran sus derechos, violentan su dignidad y deshonran a Dios por coartar la libertad de sus hijos.
Y a nosotros, a quienes vivimos y creemos hoy y aquí, nos invita el Señor, por medio del profeta Ezequiel a poner nuestra fe en el prominente y cercano futuro de nuestra propia libertad y la de nuestros hijos.
Y con ello, a buscar y lograr el retorno de quienes, en situación de exilio anhelan besar su tierra y abrazar y estrechar entre sus brazos a sus seres queridos.
Así como se vio animado el pueblo de Israel, -después de que sus hijos deportados retornaran a la tierra de sus padres- para recopilar y archivar los textos bíblicos que se habían dispersado en el exilio, así nos animemos también nosotros a no olvidar la riqueza que nos granjea la libertad de ser cristianos e hijos de Dios.
Con el retorno de los -ya libertados- hijos a Israel se produce también el nacimiento de las sinagogas para el culto divino.
Que asimismo nos anime el Señor a anunciar su pasión y su muerte en este tiempo penitencial, para que podamos alegrarnos en su resurrección triunfante y animarnos a proclamarla incansablemente con su santa iglesia y bajo el maternal acompañamiento de María Santísima.
Aprovechemos estos días maravillosos de la cuaresma y de la semana Santa -que se aproxima- para acercarnos al sacramento de la reconciliación y ponernos así en paz con Dios y con nuestros hermanos.
Entonces podremos ser y sentirnos libres en el Señor.
Feliz Domingo, día del Señor