Cuando el 23 de abril del año 1812, el Congreso decidió darle poderes excepcionales al general Francisco de Miranda, para enfrentar a las tropas realistas de Monteverde, fue cuando Venezuela decidió tener el primer dictador de su historia. Claro está que había razones de guerra que aparentemente justificaban tal decisión, pero solo aparentemente. Catorce años más tarde, el general Simón Bolívar presentaba al pueblo boliviano su proyecto de constitución con un presidente absolutista, una especie de rey sin corona, que marcaba una nueva forma de dictadura permanente, dentro de un marco constitucional.
Fue Antonio Dávila, un testigo de la dictadura más larga y más cruel de la historia de Venezuela, quien en algunos de sus artículos para la prensa, escritos durante el posgomecismo, dijo que el venezolano lleva en la sangre la dictadura, como si se tratara de algo genético. Y no le faltaba razón, al menos los hechos posteriores así lo han demostrado.
Tan solo añadir, que esas dictaduras vienen generalmente acompañadas de un uniforme, de un golpe de estado previo y siempre trayendo una nueva Constitución bajo el brazo. Todo el siglo XIX fue así; el XX en su primera mitad, aunque con intentos, en los noventa, de regresar al pasado, mientras que el XXI empezó con una forma más evolucionada y sofisticada, que Dávila no conoció. Se trata de aquellos regímenes en los que los golpes de estado, se dan desde adentro; no para sacar al gobierno sino más bien para mantenerlo, y no con militares directamente, sino con las propias instituciones del sistema; aunque las constituyentes, las constituciones y los uniformes continúan estando allí. Por eso, las dos últimas decisiones del Tribunal Supremo de Justicia, números 155 y 156, con sus subsiguientes enmendaduras, no deben sorprender a nadie, pues son el coletazo de una larga lista de golpes contra la constitución y el estado de derecho durante este gobierno.
Ya en 1999, a través de la Asamblea Constituyente, Chávez defenestró a los diputados y senadores del otrora Congreso Nacional, que habían sido elegidos, como él, mediante sufragio popular un mes antes. Importó muy poco, entonces, el voto como valor democrático, referido a alguien distinto al presidente. El argumento de que la Constituyente lo era todo, incluso el poder legislativo, no tenía fundamento alguno pues había sido nombrada únicamente para redactar una constitución nueva. Además, los constituyentes electos en julio de 1999 tenían menos legitimidad que los miembros del Congreso, si juzgamos por el menor número de votos obtenidos. Era evidente que para Chávez, un parlamento como aquel con mayoría opositora, no era conveniente para su proyecto político recién iniciado.
Dieciocho años más tarde, la historia se repite y en la segunda oportunidad en que la oposición domina el poder legislativo, un gobierno chavista, en esta ocasión el de Nicolás Maduro, vuelve a desconocerlo y a tratar de anularlo, utilizando esta vez, al Tribunal Supremo de Justicia, órgano que al igual que lo hizo la Constituyente en aquella oportunidad con el Congreso, se arroga las facultades y potestades de la Asamblea Nacional que, por definición, encarna la representación del pueblo. La guerra del gobierno contra la nueva Asamblea Nacional, comenzó el propio mes de enero del año 2015, en el cual se juramentó su junta directiva.
Pero políticamente considerados ambas casos, hay una importante diferencia. En el primero, Chávez estaba en la cresta de la ola de la popularidad, aupado por el empuje de la Constituyente que hasta sus antagonistas aplaudían; amén de que la Constituyente se prestaba más, frente a la opinión pública, para darle una patada al Congreso, que al final de cuentas representaba al viejo “puntofijismo” al que Chávez había desafiado y derrotado en las elecciones presidenciales de 1998.
En el segundo, es más difícil que la opinión pública y hasta los aliados más empedernidos de Maduro, cuya popularidad está por el suelo, se hagan la vista gorda y, menos aún, que apoyen tal acto de vandalismo político, en el cual no se sabe que es peor, si la ruptura del hilo constitucional efectuada por el TSJ o el zurcido posterior con el cual se trató de remendar el capote. Además, se encuentra en plena ebullición, la solicitud de aplicación de la Carta de la OEA.
Entre Chávez y Maduro hay una gran diferencia de estilo y de personalidad, pero al final coinciden en lo mismo: la Constitución es más un estorbo que otra cosa.