Desde la angustia, la desolación, la rabia, pero también la convicción, de estos días tormentosos que sacuden las fibras más profundas del pedazo de tierra de acogida, necesario luce cartear a los déspotas de nuevo cuño. Lástima que, como suele ocurrir, lo transcrito no llegue a ser leído por el objeto de atención de las líneas presentadas: en el reino de la maldad el tiempo se malgasta en procrear pena, jamás en atender la voz del pisoteado.
Por Luis Alberto Buttó / @luisbutto3
Imposible comenzar con el debido y formal «estimado(a) señor(a)». Por más que se lo intente, incompatible con la ética resulta sentir respeto por el represor. Léase: el malvado que, al ordenar y/o ejecutar, con o sin capucha de por medio, agazapado en su oficina o atrincherado en los vehículos de la muerte, decide, sin que lo atormente el más mínimo remordimiento, destrozar la vida y hollar los Derechos Humanos. Asco de siglos genera el desviado e insano regocijo que lo acompaña al causar el mayor de los daños posibles al otro, al disidente, a la persona que pretende cosificar con palabras y gestos, mientras vocifera, en paroxismal ejercicio de cinismo, que lo mueve el amor por los semejantes, o mientras acusa de violencia al que la recibe, como ratero de calle que advierte la huida del ladrón inexistente para en burda trapacería desviar la atención del crimen que comete.
En verdad, es muy poco lo que hay por decirle. Quizás, recordarle un poco. Dejarle saber con contundencia que mil años de vida no le bastarán para lavar el deshonor ganado al ser el responsable material o intelectual de que hoy, en tantos hogares venezolanos, se haya borrado para siempre la alegría que solían despertar cumpleaños, navidades, días de la madre o del padre, recuerdos de graduación, y tantos otros momentos que en levedad cotidiana llenaban de ternura el transcurrir de los días. Espetarle cada segundo de esos mil años de condena que, por su compromiso con la barbarie, por su odio injustificado y artero contra aquel que lo confrontó y desnudó en su iniquidad, en esas casas enlutadas ahora sólo reina la tristeza; sólo las lágrimas tocan a la puerta; sólo el vacío del hijo, del hermano, del familiar arrancado de la terrenal existencia, se cruza en fantasmal dolor que desgarra las entrañas de los sobrevivientes. Perverso entre los perversos, se robó la paz que en su torpeza fue incapaz de construir. Malévolo entre los malévolos, despedazó las caricias que sus ensangrentadas manos jamás pudieron concretar pues nacieron contrahechas y ganadas para la oscuridad y el desamor.
Seguramente, él sí celebrará todas esas fechas. Así será porque no lo tocará la inquina que lo motivó a proceder sin clemencia, pues desde la bondad que se empeña en contrariar ello se torna inconcebible. Apenas se pide que mantenga la certeza de que cuando para con los suyos pronuncie la palabra amor, consciente sea que no precisamente a tan profundo sentimiento estará haciendo referencia. No puede ser de otra forma cuando por voluntad propia se escoge desempeñar el infame papel de agresor y se olvida, por ejemplo, que …«cuando se tiene un hijo / se tiene al hijo de la casa y al de la calle entera»… En otras palabras, aquel que siendo padre o madre, sin piedad opta por causar sufrimiento a otro padre o a otra madre, si abrigase algún atisbo de sensibilidad entendería que está hiriéndose a sí mismo. Pero, ¡venga! la poesía, por bella, por luz, es ajena a los amamantados con la saña.
Mensaje con destinatario: la memoria histórica es compromiso irrenunciable, los pueblos no deben olvidar.
Historiador
Universidad Simón Bolívar
@luisbutto3