La instalación de la Asamblea Nacional Constituyente (ANC), anunciada ya por la cúpula oficialista para los primeros días de agosto venidero, implicará la conformación de un cuadro político definido por la existencia de dos institucionalidades paralelas. La primera de ellas, representada en la Asamblea Nacional producto de la genuina y mayoritaria expresión de la soberanía popular consultada dos diciembres atrás, la cual, desde su primeros pinitos, evidenció mínimos, por no decir nulos, grados de operatividad, consecuencia de todas las artimañas echadas a andar por los resortes del mando autoritario articulados a través de la armazón estatal y de la torpeza, ambigüedad, pusilanimidad, ambiciones personales, compromisos indecibles y falta de visión política manifestados por su propio liderazgo. La segunda, obviamente, estará encarnada en la ANC, cuya pieza inicial a ejecutar del amplísimo repertorio que trae en las alforjas (repertorio comenzado a idear a finales de 2007 y afinado en los estertores de 2015) será, precisamente, borrar de cuajo a la Asamblea Nacional existente y extirpar de raíz cualquier disidencia que pueda producirse intramuros el cenáculo gobernante, de forma tal que todo el funcionamiento del poder constituido se concrete en la puesta en escena de una inmensa claque.
En otras palabras, el proyecto de la ANC fue concebido con dos objetivos transversales: uno, establecer mecanismos que en lo sucesivo permitan burlar sin mayores tropiezos la soberanía popular (en realidad, ésta desaparecerá) y/o controlarla de tal manera para hacerla coincidir a troche y moche con los designios y aspiraciones del oficialismo; y, dos, erradicar el derecho al disenso, prodúzcase éste donde se produzca. A qué dudarlo, quien llevará las de perder en este diseño totalitario será, para decirlo de forma gráfica, el ciudadano común y corriente, habida cuenta de que verá extinguirse su condición de tal y tendrá que vivir el infortunio de ser reducido a mero habitante aprisionado en el inmenso gulag delimitado por las fronteras nacionales. Ya no habrá resquicio alguno al cual acudir para denunciar y exigir justicia frente a las tropelías, desmanes e iniquidades del autoritarismo reinante. Éste se validará a sí mismo y fortalecerá los mecanismos crueles de represión y sometimiento. El venezolano acogotado por problemas acuciantes como el hambre, la inseguridad o la falta de atención médica, ni siquiera podrá reclamar la incompetencia desplegada por los soberbios que ahora mal manejan la cosa pública, ya que tales demandas serán calificadas de insania mental generada por la manipulación de laboratorios propagandísticos extranjeros y así serán desestimadas. El cruel e insaciable Leviatán aplastará a todo el que se oponga, sin prurito ni misericordia alguna.
Queda clara, en consecuencia, la tarea insoslayable que el liderazgo opositor tiene en lo inmediato y la inmediatez ha de entenderse en días, pues el tiempo se agota más allá de lo normal, relatividad dada por la urgencia atravesada. Hay que correr duro. Lo lamentable es que esta carrera, extenuante y costosa en grado sumo, es resultado de que una vez más, y como casi siempre en estos 18 años perdidos para la historia nacional, buena parte de ese liderazgo opositor no supo, no pudo, no quiso, o no se atrevió a comprender, que en la contienda política quien traza la agenda lleva siempre la ventaja. De manera consuetudinaria, se debatió y debate lo que el oficialismo obligó y así la barrera de entrada, repetidamente, se estableció alta para la oposición democrática. No se puede ser poder real si sólo se es reactivo, nunca proactivo. Ojalá esto llegue a aprenderse en lo por venir. Por cierto, el problema no es jurídico: es político. La discusión de ese tenor está de más.
Todo lo dicho fue a manera de inventario. A veces, el problema no es el contenido del mensaje sino la incapacidad de leer del destinatario.
Historiador
Universidad Simón Bolívar
@luisbutto3