Los teóricos de la comunicación social se han inventado un término insidioso, a la par que profundamente descriptivo de los tiempos que estamos viviendo. Según un concepto que ha ido ganando cada vez más terreno, vivimos la era de la post-verdad: una donde los hechos objetivos son menos influyentes en forjar la opinión pública que la apelación a las emociones y creencias personales de la gente. A pesar de que resulta paradójico, la conclusión inescapable de este estado de cosas es que algo que parece obvio y natural, la verdad objetiva, como concepto aplicable a una comunidad de humanos, ha dejado de existir. Excepción hecha de desastres naturales, la muerte, el nacimiento y algunos otros fenómenos cuya explicación científica parece estar más allá de toda duda razonable.
Para entender las dimensiones del asunto, conviene quizás pasearse por algunos de los hechos más recientes y controversiales de la historia mundial, como, por ejemplo, la invasión a Iraq, los ataques terroristas del ISIS, Brexit, y la elección de Donald Trump, por tan solo mencionar algunos. En todos estos casos hay un desconcertante elemento en común: tanto la gente común como los medios de comunicación, y la dirigencia política misma de los países involucrados, tienen interpretaciones abismalmente distintas sobre la naturaleza, causas y consecuencias de los hechos. A todo esto, debe añadirse que la existencia de las redes sociales introduce un elemento adicional en este cuadro con la creación de “tendencias” y, en definitiva, la confección de verdades a la medida de distintos intereses. Todo ello conforma un verdadero laberinto para el ciudadano común donde la separación entre hechos reales y manufacturados se torna con frecuencia un proceso de separación de espejismos.
El caso de Venezuela requiere consideraciones especiales porque nuestro país se ha convertido literalmente en un ejemplo emblemático de fabricación de verdades a la medida del régimen dictatorial que ha destruido de manera sistemática, económica y socialmente, a la nación. Usando todos los recursos del poder se emplea una diabólica y astuta combinación de manipulación de los medios; de ocultamiento y distorsión de los hechos; de chantaje internacional y de compra y venta de conciencias y apoyos con programas como el CLAP para sostener una maquinaria de manufactura de falsedades y realidades a medias que luego son adoptadas como la cambiante verdad oficial del régimen y sus secuaces internacionales. Es imposible no recrear la comparación con el mundo orwelliano del Big Brother donde quien era enemigo hoy había sido enemigo siempre, como la más reciente víctima de la maquinaria de desinformación del chavismo, la fiscal Luisa Ortega Díaz. Pero, probablemente, el ejemplo más desfachatado de fabricación de realidades a la medida del régimen, es la pretensión de algunos de sus personeros más destacados de llevar al patíbulo público, y probablemente si pudieran a uno real, a los dirigentes opositores y especialmente a quienes han buscado apoyo de la comunidad internacional contra la dictadura venezolana.
La traición a todo lo que en algún momento le ofreció la revolución chavista al pueblo venezolano es, de hecho, la marca de fábrica de la dictadura que desgobierna al país. Para entender a cabalidad esta afirmación es importante comprender también que, en rigor, la revolución ofreció lo que no tenía intención alguna de cumplir. El engaño monumental de la mal llamada revolución bolivariana, en verdad bovista, pretende ser moderado por los dirigentes del “chavismo histórico” quienes sostienen que el legado del comandante Chávez ha sido traicionado por Maduro y su grupo. La verdad del asunto es que cada arbitrariedad y despropósito del gobierno actual tiene su génesis en decisiones de Hugo Chávez, comenzando por el hecho de la designación de Maduro como su sucesor. De modo pues, que la traición de la revolución al pueblo venezolano es de larga data, aunque es indudable que el carisma de Chávez y las posibilidades económicas de sus gobiernos establecen diferencias muy importantes con el gobierno de Maduro, especialmente en la dimensión de la represión y el hambre.
En estos 20 largos años de carrera contra el progreso, la pobreza ha aumentado, la desigualdad y la discriminación han crecido; la corrupción se ha hecho endémica; el hambre se ha enseñoreado de nuestros destinos; nuestra gente se muere por falta de medicinas; la constitución de Chávez ha sido insultada y vejada; los venezolanos que se han podido ir lo han hecho; miles de familias están separadas; los campos y las fábricas expropiadas no producen; las escuelas públicas se caen a pedazos; las universidades languidecen víctimas del acoso del gobierno; los crímenes violentos se han multiplicado astronómicamente; la impunidad ha reemplazado a la ley y el país se dirige como una gran hacienda donde el autoritarismo solamente es sobrepasado por la piratería y la improvisación. En Venezuela el poder reprime, atropella y asesina como solamente las dictaduras lo saben hacer y la última traición de la revolución es haber secuestrado a la soberanía popular impidiendo y corrompiendo los ejercicios fundamentales de la democracia y estableciendo un status quo ignominioso donde lo único que mantiene a la oligarquía chavista en el poder son las armas y la corrupción. En resumen: todo lo que estaba mal en Venezuela ha empeorado y lo que funcionaba se lo ha destruido.
Aún en estos tiempos de post-verdad, imposible es ocultar la verdad sobre quiénes son los culpables de traicionar al pueblo venezolano.