Antes que el ex policía venezolano Óscar Pérez fuera abatido por las fuerzas mili-tares de ese país, quien participara en una confusa insurrección contra el régimen del presidente Nicolás Maduro hace unos pocos meses, realizó una dramática transmisión por las redes sociales dando a conocer su propósito de entregarse frente a un violento asedio que se le venía haciendo mientras se encontraba guar-necido en unos de los barrios de Caracas, como así fuimos testigos todos aquellos horrorizados espectadores.
No obstante ello, el controvertido ministro del Interior, Néstor Reverol, confirmando la muerte del ex policía y demás insurgentes, justificó la carnicería del grupo por tratarse, supuestamente, de ser una “célula terrorista” y haberse opuesto a una negociada rendición en pleno desenfreno de la embestida militar.
No basta solo deliberar si aquella insurgencia y escaramuzas del ex policía Pérez y su grupo podrían ser considerados “actos de terrorismo”, sino también es nece-sario poner en contexto la situación política, social y económica del país y conocer los sombríos antecedentes, entre otros, de aquel ministro para comprender que el supuesto rechazo de su rendimiento sería una mera coartada para violar los más elementos derechos contra la vida de los sublevados.
En efecto, antes de ser nombrado para ese cargo por el extinto presidente Hugo Chávez, el ministro Reverol fue Jefe de la Oficina Nacional Antidrogas y es directa-mente acusado por las autoridades fiscales estadounidenses para enfrentar cargos de narcotráfico a los que ha rechazado pese a que el convenientemente endeble control -bajo su mando- al flujo de la cocaína que se produce en la vecina Colombia ha propiciado el tránsito y, por supuesto, la generación de ingentes recursos de los protagonistas del régimen; de manera que la presencia de ese inicuo personaje no es más que la indiscutible punta del iceberg de un gobierno que protege a las mafias dedicadas al comercio delictivo de la droga.
Claro está que las estrategias de la cúpula chavista -en su perseverante afán de mantenerse en el Poder- ha sido la de sabotear toda posibilidad que otros intenten tomar las riendas de un Estado fallido, no sólo envuelto en una hiperinflación verti-ginosa llevando a todo un país -que alguna vez gozó de una economía privilegiada- a una de mera supervivencia y de extremos de miseria; permitiéndose un bien ad-ministrado caos y la instalación de un régimen de pandillaje e instaurando una at-mósfera de arbitrariedades y agravios gubernamentales contra todos aquellos que no se unan a su causa.
Pese a las multitudinarias manifestaciones en las calles contra el régimen chavista, el descalabro de las arcas públicas, la falta de alimentos y medicinas, el masivo éxodo de sus ciudadanos y el rechazo de gran parte de la comunidad internacional, el gobierno de Maduro pretende hacer creer que aquellas escaramuzas del ex po-licía Pérez y su grupo puede ser calificada como “acto de terrorismo” cuando la acción de lucha no estaba dirigida a la población civil sino al rechazo a una admi-nistración gubernamental corrupta y aliada al narcotráfico internacional.
La diferencia aquí no es la lucha por el poder sino la insurrección contra un Poder que es ejercido de manera perniciosa, funesta y delictiva contra la sociedad vene-zolana. Ello no puede ser considerado “acto de terrorismo”.
Pese a que no existe una definición universalmente aceptada de “acto de terro-rismo”, la delgada línea de percepciones no pareciera aun aplicarse al caso de esta insurgencia, ya que los ataques no estuvieron dirigidos a las poblaciones vulnera-bles o indefensas de la sociedad sino, por el contrario, en contra de los asesinatos y muchísimos crímenes atribuidos a sus pandillas que serían las nuevas formas de ese régimen de hacer aquella “política de la intimidación” el instrumento de perma-nencia en el Poder.
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