Las elecciones en los sistemas de gobierno democráticos son un mecanismo esencial para la resolución de conflictos y la construcción de acuerdos. Son la herramienta por excelencia que traduce las manifestaciones de voluntad de los ciudadanos en la selección de aquellos individuos que, en una situación de justa competencia, demuestran la capacidad y la habilidad para llevar el timón de los asuntos que nos interesan a todos, y de los modelos de gobierno que los acompañan, con los cuales se puede sentir una mayor afinidad, o en los cuales es posible apreciar un futuro más prometedor.
Ahora bien, a pesar de que en incontables ocasiones la condición para que haya democracia se ha visto condicionada a la práctica de las elecciones, también es una constante que muchos de los regímenes de naturaleza autocrática han acudido a este dispositivo para cohonestar la realidad, revistiéndose de la idea de democracia por el simple hecho de convocar a elecciones, pero bajo unas condiciones completamente ajenas a lo que la forma de gobierno y la forma de vida democrática suponen. A partir de lo cual se puede sostener, entonces, que la existencia de la democracia implica la práctica de las elecciones, pero que haya elecciones no supone necesariamente la consolidación de aquella primera.
En este marco, el vigor del modelo democrático se encontrará agnado a la capacidad de contar con un sistema electoral donde haya un marco legal que establezca los parámetros constitucionales y las instituciones a través de las cuales cualquier proceso de elección debe supeditarse, para asegurar la independencia de poderes y su confiabilidad; pero también ese vigor democrático dependerá de lo dispuestas que estén las élites políticas para respetar esa fortificación jurídica, para el libre desenvolvimiento de los individuos que desean medirse en la competencia sin amenazas ni obstáculos.
Al respecto, un examen acucioso a la imagen que el modelo venezolano proyecta a la región, descubre un caso atípico que somete a cuestionamiento la teoría democrática; pues bien, se trata de una forma de ejercicio del poder donde se convocan a unas elecciones presidenciales bajo un prototipo de sistema electoral de competencia, pero sin competitividad, esto es, donde aparentemente se ufana con un abotagado discurso de contar con el respaldo institucional de un “árbitro”, de un “marco constitucional” y de unas “reglas del juego” supuestamente claras; pero todo ello se reduce a la mera apariencia cuando la realidad muestra a un poder ejecutivo sin controles, que irrespeta la institucionalidad electoral y donde no se es capaz de brindar un trato ecuánime al adversario político.
Fueron las ausencias de garantías electorales fundamentales aquellas razones suficientes que obligaron a la dirigencia a renunciar a participar. Sin embargo, el Gobierno en un acto de astucia decidió emprender una campaña sustentada en el reconocimiento de los dos candidatos que sí inscribieron sus nombres en la contienda, para así tratar de difuminar en el clima de la opinión internacional cualquier argumento que lo descalifica como una dictadura o régimen militarista. Pero hasta ahora el desconocimiento del proceso electoral ha sido masivo, sin un mínimo de legitimidad, a lo cual se une las condiciones de un entorno socio-político donde los niveles de presión social alcanzan guarismos jamás pensados, en razón de las carencias materiales y morales, derivadas de las perturbaciones de naturaleza económica.
En este sentido, si bien el madurismo pudiera creer que ya tiene el camino asegurado con la manipulación de las condiciones electorales generales, conforme a lo cual finalmente se posterga el calendario electoral a una fecha a capricho, fuera del marco constitucional e inclinando la balanza a su beneficio individual mediante la imposición “implícita” de los candidatos de su preferencia, para conceder algún piso de confianza en medio del descrédito internacional que arropa al proceso; la realidad muestra que Nicolás Maduro todavía pudiera estar subestimando las acciones del más importante protagonista de la vida en democracia: nuestro pueblo.
En efecto, el candidato más temido por Nicolás Maduro es el ciudadano. La cantidad de artilugios legales, cambios en las reglas del juego, inhabilitaciones a organizaciones con fines políticos, encarcelamientos y persecuciones en las últimas semanas, sólo han sido parte de una estrategia macabra para bloquear cualquier tipo de expresión ciudadana. Cada una de esas acciones sólo pueden ser interpretadas como una manifestación del pánico que siente el Gobierno de medirse en unas elecciones presidenciales democráticas, en donde sea el pueblo venezolano quien verdaderamente pueda ejercer su facultad política soberana sin ningún tipo de obstáculos.
Sin lugar a dudas, son los ciudadanos los únicos que tienen el derecho y el deber de elegir el individuo hacia el cual sientan mayor afinidad y con el cual puedan considerar estar mejor representados. No obstante, desde la clase política gobernante pareciera que todos los esfuerzos estarían enfocados en bloquear esa facultad. La soberbia de unos pocos ha obnubilado cualquier posibilidad de poder dar muestras de sensatez; y en su lugar se está empujando el sistema político venezolano hacia una situación de alto riesgo y donde son muy escasas posibilidades de maniobra.
El juego democrático requiere que se permita el acceso a un conjunto de condiciones mediante las cuales los actores políticos en competencia electoral, de forma justa y libre, dispongan de las mismas oportunidades y de una fecha correcta para asegurar la conformación de delegaciones para la observación, y donde se permita disponer de un margen adecuado de tiempo para la definición de la oferta política, y plantear las razones por las cuales esos candidatos deberían ser elegidos para ocupar los diversos cargos de autoridad y no otros. Bloquear estas exigencias sólo puede significar un evidente desconocimiento a la autoridad del poder popular; lo cual hace cada vez más probable avizorar en el futuro cercano el desarrollo de escenarios inesperados y de mayor confrontación política.