La tensión que ha mantenido divididos a los brasileños durante dos días, ha llegado a su fin con la entrada en la cárcel del Luiz Inácio Lula da Silva, sin duda alguna el presidente más popular que ha tenido el gigante suramericano, y el candidato presidencial, en este momento, que lidera los sondeos de opinión, aunque con una cuota de preferencia relativa que dista mucho de aquella otra, que con un ochenta por ciento de simpatías llegó a colocarlo en la cima más alta de la política brasileña. Se trata, sin embargo, de una prisión preventiva que pudiera ser revocada cuando, después de octubre próximo, la causa contra Lula sea revisada por el Supremo Tribunal Federal, la máxima instancia judicial.
En un país donde la corrupción, desde hace años, se ha convertido en una plaga que afecta a la gran mayoría de los partidos políticos y a su dirigencia, pareciera que poner a Lula tras las rejas, es un sinsentido, más aún cuando el actual presidente Temer que llegó al poder sin elecciones, después de la destitución de Dilma Rousseff por el Parlamento, se ha visto envuelto en varias investigaciones por corrupción de las que hasta ahora ha podido escurrirse, aunque sin evitar que la percepción de la gente sobre su comportamiento político y moral sea el de que es un corrupto más de los tantos que ha tenido y aún tiene el Brasil .
Y es precisamente la percepción favorable que una buena parte de los brasileños tiene de Lula, la que hace inexplicable, salvo como una persecución política, los varios procesos por corrupción que el gobierno actual tiene contra el carismático líder de Pernambuco. Pruebas, lo que se dice pruebas fehacientes con nombre y apellido no las hay contra Lula, sino más bien, como dicen sus abogados, hechos indeterminados que no lo inculpan directamente.
Pero, por otra parte, está la otra percepción, la de los que tienen la convicción de que Lula fue un corrupto durante sus dos presidencias entre los años 2003 y el 2010, y que no obstante la falta de evidencia concreta, de la que se cuidó en todo momento, son muchos los indicios y presunciones, como dicen los penalistas, que hacen plena prueba en su contra.
Para quienes miran a los políticos con ojos que van más allá de su arrastre popular, desvestidos de ese populismo que es capaz de manifestarse frente el edificio sede del sindicato metalúrgico, donde se hizo fuerte Lula, impidiendo que fuese aprehendido por la policía local, o de aquel otro inducido que restituyó a Chávez en la presidencia, según la propaganda oficial, durante los sucesos de Abril del año 2002, el asunto luce más claro.
Tan solo habría que recordar aquella asociación perversa entre Lula, Chávez y Néstor Kirchner, los mandatarios del Brasil, Venezuela y Argentina, respectivamente, en la primera década de este siglo, uniendo recursos económicos y técnicos de todo tipo, entre los que sobresalían los de empresas como PDVSA, Petrobras y Odebrecht, para llevar a cabo una orgia política y financiera de la que no se conocían antecedentes en el continente iberoamericano. Una triangulación de capitales al margen de la ley, decidida en lo más alto del poder y hecha entre amigotes puestos de acuerdo para repartirse la región. Un nuevo ejemplo de acción de la política exterior y de los acuerdos multilaterales que la nueva izquierda revolucionaria latinoamericana proponía para el mundo y el nuevo orden internacional, donde las ayudas entre países pasaban a un segundo plano para convertirse en auxilios electorales y financiaciones de campañas políticas personalistas, así como en general, el mantenimiento de un proyecto político de largo alcance.
Por ello, que el populismo esté en prisión, aunque no sea en cadena perpetua, es bueno para la política de nuestros países latinoamericanos donde la corrupción no tiene excepciones; y si no, ahí están los casos de Otto Pérez Molina en Guatemala, de Fujimori y más recientemente Kucinsky en Perú, o de Gonzalo Sánchez de Lozada en Bolivia con la reciente sentencia de un tribunal norteamericano en su contra. Pendientes y en tela de juicio ante la opinión pública internacional, se encuentran aún los casos de Argentina, Honduras y Venezuela.
Dejando a un lado, el Lava Jato, el Mensalao, el Petrolao, o el apartamento de la playa, que nadie duda se lo mereciera, los delitos de Lula son los del populismo mal entendido, esos que se hacen siempre por amor al pueblo y en nombre de los oprimidos.
@xlmlf