La estabilidad en un sistema político se puede medir en función a indicadores muy concretos. Por ejemplo, a partir del nivel de satisfacción de las necesidades fundamentales que pueda haber en la comunidad política, con relación a la seguridad, educación, alimentación, salud, y esparcimiento. A partir de lo cual, una regla general plantea que la estabilidad de todo régimen político se encontrará determinada por el grado de satisfacción, o insatisfacción de esas necesidades. O dicho en sentido contrario, donde la propensión al hundimiento, crisis y la desaparición del sistema de gobierno estará condicionada por la incapacidad para resolver esos problemas esenciales.
Precisamente, en las sociedades democráticas desarrolladas la brecha entre el nivel de necesidades existentes y el nivel de necesidades satisfechas siempre será mínima, comparada con las sociedades atrasadas, cuyas condiciones democráticas puedan ser sometidas -incluso- a un constante cuestionamiento, y en donde las estructuras institucionales se encuentren impedidas funcionalmente en colaborar para transformar esa realidad.
En este marco, la historiografía demuestra que la probabilidad de un régimen político de verse inmiscuido en un proceso de persistencia inestable, hundimiento y transición, es mayor en una situación donde el nivel de carencias sociales, políticas y, sobre todo, económicas, supere con creces cualquier pronóstico calculable. Sin embargo, el caso venezolano sigue siendo un modelo atípico, porque se trata de un complejo sistema de dominación donde la situación de vulnerabilidad de la sociedad, lejos de propiciar las condiciones para generar una reacción en cadena, ha sido aprovechada para establecer mayores lazos de dependencia y de control social.
Entre uno de los más graves problemas que debe enfrentar la sociedad venezolana, como si estuviéramos en plena guerra, se encuentra el “hambre”, que hoy en día ha invadido todos los rincones del país; la cual sigue incrementándose aceleradamente y sin ningún tipo de control. A primera vista pudiésemos decir que el nivel de frustración sistémica, o de privación social, como estado psicológico estaría forzando el desarrollo de condiciones con profundas consecuencias para la estabilidad política. Pues, ciertamente, se espera de las estructuras del Estado, o se les exige, la satisfacción de las demandas propias de los miembros de la comunidad política, principalmente porque de no llegar a ocurrir, el descontento repercutiría inevitablemente en las autoridades y en las estructuras del mismísimo régimen.
Sin embargo, lejos de todo pronóstico el Gobierno de Nicolás Maduro ha implantado un sistema siniestro que tiene como principal objetivo político acelerar el proceso de deterioro económico, para incrementar el nivel de dependencia en la sociedad venezolana y facilitar así el modelo de control, el cual se expresa en mecanismos tan simples como el carnet de la patria y las concesiones de bonos; en donde se hace uso de una situación de menesterosidad económica y social para comprar voluntades, y se priva al ciudadano del derecho a un trabajo y a condiciones de vida digna, que le permitan ser un individuo libre y autónomo, frente a cualquier fuerza política con pretensiones absolutistas.
Algunos voceros del Gobierno todavía tienen la osadía de argumentar frente a algunas cámaras que en Venezuela no hay una crisis humanitaria, hambre, inflación, inseguridad, ni nada que se le parezca. Y creo que tienen toda la razón. No puede haber crisis humanitaria para quienes desde hace 20 años se han aprovechado de los recursos del Estado, viviendo de manera cómoda y segura, en medio de lujos y la corrupción, sin ningún tipo de necesidades que satisfacer más allá de sus intereses banales: esos deseos insaciables por querer perpetuarse en el poder.
A través de un discurso estólido el objetivo de la clase política gobernante siempre ha hecho énfasis en que ser rico es malo, siempre que no sean ellos los que puedan controlar los bienes. Al parecer, no están al tanto del sufrimiento de millones de hogares que a duras penas hoy no tienen más de un bocado al día, como consecuencia de los bajos ingresos, la escasez de los alimentos básicos, y el elevado costo de la vida, derivados todos estos del mal manejo de los recursos y la implementación de políticas públicas desacertadas, que muestran el más grande fracaso en una gestión económica registrada en la historia de nuestro país; y que ahora se ha convertido en la principal preocupación de los ciudadanos de a pie, quienes tienen que ingeniárselas para sobrevivir y proveer para sus familiares en una suerte de odisea del día a día.
En efecto, los niveles de hambre en la sociedad venezolana pudieran acelerar el proceso de hundimiento, crisis y transición política hacia la implantación de un nuevo régimen político. Pero en compañía de esta condición objetiva, sólo la conciencia ciudadana puede contribuir a ejercer presión en las estructuras políticas que actualmente se encuentran impidiendo la posibilidad de establecer un modelo de verdadero desarrollo, en donde se pueda propiciar un entorno de prosperidad y seguridad. Se debe recordar que el principal enemigo es el Gobierno de Maduro, responsable del quiebre del aparato productivo, de los bloqueos, y del atraso económico; pero él todavía ha decidido jugar su última carta: el “hambre” como pieza clave y objeto de manipulación fundamental. Pero como se sostuvo en un principio, todavía creemos que la conciencia ciudadana puede marcar la diferencia, y de la mano con acciones estratégicas impulsadas por una dirigencia que en realidad pueda estar al tanto de las principales necesidades de la comunidad política, hacer más probable la posibilidad de materialización de un escenario de crisis, derrumbamiento, instauración y consolidación de un nuevo gobierno verdaderamente democrático.