Con demasiada frecuencia se ve la norma ética como algo que se impone desde afuera a un hombre en rebelión, que lucha por su libertad, que busca disponer de su vida conforme a sus deseos y necesidades. Por lo que la doctrina moral se ha vuelto -o mal entiende- como la doctrina de lo prohibido, que nos dice todo lo que no podemos o debemos hacer; deviniendo a su vez, en el mejor de los casos, en una ética de mínimos, que se reduce a no hacer el mal o a evitarlo en la medida de lo posible.
Obviamente es un error, por lo que debemos replantearnos esta visión de la ética y entender lo que realmente significa la misma para nuestra vida, nuestro tiempo. Y en este sentido, lo primero que debemos tener presente -o recordar- es que el hombre es algo extraordinario, por dos hechos fundamentales: “primero, es a la vez espíritu y materia; y segundo, es a la vez una persona individual y un ser social” (F.J. Sheed), con lo que se apunta a las cuatro dimensiones que constituyen y a las que pertenece el ser humano, y que debemos considerar cuando pensemos en él como un todo.
En vista de lo anterior, conviene recordar que la ética y la moral remiten al recto obrar de las personas en orden a su bien; obrar que concierne al fuero interno de los individuos y no depende del orden jurídico vigente. Más aún, lo característico del acto ético es que esté orientado al bien personal y colectivo, por lo que la persona debe primero pensar y luego decidir si el bien apetecido es realmente bueno.
Esto nos remite a otro punto fundamental, y es que lo distintivo del hombre al compararlo con otros tipos de seres -como los animales o las plantas- es su inteligencia y su voluntad. Por lo que el ser humano conoce -y reconoce- objetos con su inteligencia y los apetece -o rechaza- con su voluntad. De manera que estas dos facultades o potencias humanas son el fundamento de su libre albedrío, en el que radica su dignidad como persona y lo hacen único e irrepetible.
Por esta razón, para el actuar ético debemos tener presente que los actos del hombre deben procurar perfeccionar estas potencias humanas, de manera que el hombre con cada acto, en todo momento, se haga más humano; y de esta manera se convierta en esa mejor versión de sí mismo que está llamado a ser. Esta es la ética de la excelencia o de las virtudes, esos hábitos operativos buenos que humanizan, que hacen mejor al hombre, perfeccionandolo de acuerdo con su naturaleza.
Por lo tanto, visto desde esta óptica, la ética no es un corsé, por el contrario, nos recuerda que el acto humano para ser ético debe ser libre porque implica responsabilidad personal; por lo que no puede ser algo impuesto desde afuera de la persona, ya sea por coacción o como consecuencia exclusiva de un convenio de cooperación social; donde además se corre el riesgo de caer en el relativismo, tan de moda en la actualidad, donde lo bueno o malo dependerá de lo que sea aceptado socialmente o nos provoque en un momento en particular.
Sin duda esto implica un desafío para nuestro tiempo, ya que nos impone tener presente en todo momento que nuestra mente y nuestro corazón deben estar orientados al bien; y que el actuar ético requiere que el ser humano actúe con inteligencia en contraposición a dejarse llevar por sus impulsos y emociones, a la vez que debe tomar en cuenta los intereses de los demás en contraposición a actuar de manera exclusivamente egoísta.
Tomando los planteamientos anteriores en consideración, evitaremos ver a la ética como principios rectores que nos dicen lo que no se debe hacer. Por el contrario, el actuar ético se entenderá como el fin de la propia realización personal y en la contribución al desarrollo de los demás. Por lo que no se limitará sólo a evitar daños o inconvenientes, sino a coadyuvar a la excelencia humana en general.
Este punto es fundamental para nuestro tiempo, en particular para nuestro país, si se considera que la salud social y política de Venezuela depende de la calidad ética de sus ciudadanos y de sus gobernantes. Sentido en el que es evidente que Venezuela está gravemente enferma. Por lo que, partiendo de nuestra mejora y perfeccionamiento como individuos, debemos procurar el fortalecimiento de instituciones fundamentales como la familia y, la recuperación de la decencia y la verdad en la política, como prioridades fundamentales para sanear a nuestro país. Es crítico además recuperar la confianza y el respeto entre todos los ciudadanos, como puntos clave para salir de esta situación de desconfianza y “viveza” generalizada que nos consume como sociedad.
Esta confianza se gana a través del ejercicio de virtudes cívicas como la honestidad, la lealtad, la veracidad, la ejemplaridad, la austeridad y la capacidad de servicio como actitudes básicas que todos los ciudadanos reconocen como valiosas, independientemente de las opciones políticas y las ideologías que se defiendan. Sólo si estos valores son respetados en el ejercicio democrático, la ciudadanía será capaz de reconocerse en el otro y respetarse como individuos.
Sólo actuando éticamente, con excelencia, podremos ser solidarios y procurar las soluciones que verdaderamente nos ayuden a recuperar la libertad, y encaminarnos en esa senda de desarrollo de todo el hombre, y de todos los hombres al que estamos obligados moralmente.