Militarismo como regla; civilismo como excepción, por Gehard Cartay Ramírez

Militarismo como regla; civilismo como excepción, por Gehard Cartay Ramírez

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Conferencia de Gehard Cartay Ramírez en el Foro

 Del Militarismo a la libertad,





organizado por la Cátedra de Derecho Constitucional de la Universidad Central de Venezuela.

Caracas, 21 de febrero de 2018

Agradezco a la Cátedra de Derecho Constitucional de la Universidad Central de Venezuela, nuestra Alma Mater, su invitación a participar en este foro y a todos ustedes por su asistencia.

El tema, sin duda, está muy presente en nuestra historia republicana, con su carga trágica, penosa y recurrente dentro del proceso de formación política, social y cultural de Venezuela como nación.

Militarismo sobre civilismo

Porque, desgraciadamente, este que fue el país que liberaron Simón Bolívar y el ejército patriota, en el devenir del tiempo se convirtió –sin embargo– en un país casi siempre regido por opresores, por caudillos que no creían en la libertad, ni en el Estado de Derecho, ni en las formas constitucionales, ni siquiera en el simple respeto a la dignidad de la persona humana, que es la base fundamental de cualquier pensamiento humanista.

Basta hojear los libros de historia venezolana para darnos cuenta de esta dramática realidad. La Independencia, que comenzó siendo una gesta civil, y que por fuerza tuvo luego que convertirse en una gesta militar, terminó siendo usurpada por el militarismo. Los nombres de los próceres civiles que la iniciaron pronto fueron olvidados y sustituidos por los próceres militares. Y tanto es así, que desde la escuela se nos enseña, casi automáticamente, que los únicos héroes que ha tenido este país son los héroes militares (Bolívar y su estado mayor).

Por ninguna parte aparecen aquellos héroes civiles. Muchos los descubrimos luego, cuando ya estábamos en la universidad y empezamos a leer a Juan Germán Roscio, quien junto a Francisco Isnardi fue el redactor del Acta de la Independencia, y más tarde integraría la comisión redactora de la primera Constitución de la República de Venezuela, sancionada el 21 de diciembre de 1811. Tampoco aparecían en primer plano próceres civiles como el sacerdote chileno José Cortés de Madariaga, figura fundamental de los sucesos del 19 de abril de 1810 y luego diplomático al servicio de la causa patriótica hasta su muerte en 1826, ni el diputado barinés Manuel Palacio Fajardo, firmante del Acta de la Independencia –quien también cumplió funciones diplomáticas en Estados Unidos y Europa–, y figuraría igualmente como miembro del Congreso de Angostura y Ministro de Relaciones Exteriores y de Hacienda, designado por Bolívar en 1819. Y así como ellos, otros civiles destacados terminaron siendo ignorados en nuestra historia independentista.

Lo que advino después fue la comprobación de que el país, luego de la Independencia, había caído en manos del autoritarismo y del caudillismo militaristas. Y tendrían que transcurrir muchos años –yo diría, sin exagerar, que tuvimos que llegar a 1959, siglo y medio después– para conocer lo que era una república civil.

Así, por ejemplo, durante el siglo XIX, luego de alcanzada la Independencia, sólo hubo cuatro presidentes civiles en Venezuela.

El primero fue el doctor José María Vargas, ilustre rector de esta universidad, quien ejerció el cargo entre el nueve de febrero de 1835 y el 24 de abril de 1836 –año y dos meses– y en el interregno fue derrocado por un golpe de Estado comandado por los generales Santiago Mariño, Diego Ibarra, Pedro Briceño Méndez y el inefable comandante Pedro Carujo, quien lo hizo preso.

Vino después Manuel Felipe Tovar, quien estuvo en la Presidencia entre el 12 de abril de 1860 y el 20 de mayo de 1861, un año y un mes. Más tarde, el académico Juan Pablo Rojas Paúl, del cinco de julio de 1888 al 19 de marzo de 1890, un año y ocho meses. Lo sustituiría otro civil, a quien muchos tienen como militar, pero no lo fue: el doctor Raimundo Andueza Palacio, quien ejerció la Presidencia de la República desde el 20 de marzo de 1890 al 17 de junio de 1892, dos años y tres meses.

Hubo, desde luego, algunas interinarias ejercidas por otros civiles, entre los cuales tal vez el más reconocido sea Andrés Narvarte, pero que, en general, sumaron también muy poco tiempo y demostraron una vez más el desprecio y la poca relevancia que se tenía por las figuras civiles.

Una República de generales-presidentes

Los demás presidentes del siglo XIX fueron generales, unos de la Independencia y otros de la Federación, pero todos, sin duda alguna, imbuidos por la idea del militarismo, entendido como la preponderancia de los militares en la concepción y el desarrollo del gobierno y sus ejecutorias, y por supuesto bajo la ecuación clásica del mando militar que no es otra que la de mandar y obedecer.

A finales del siglo XIX se iniciará la hegemonía militar andina en el mando supremo de la República con el general Cipriano Castro, entre 1899 y 1908, a quien sustituirá el general Juan Vicente Gómez, luego de derrocarlo y por 27 largos años, con algunos civiles –“hombres de paja”– encargados de la presidencia, como el historiador José Gil Fortoul y otras figuras, pero sin el brillo intelectual del larense.

Después de la muerte de Gómez, cuando al fin se dignó fallecer en su cama de Maracay con el país en el puño de su mano, lo sucederán como herederos otros dos generales andinos, pues tales eran las condiciones para gobernar la Venezuela de la primera mitad del siglo pasado: generales y andinos, ambas concurrentes.

Ellos fueron el general Eleazar López Contreras (entre el 17 de diciembre de 1935 y el 05 de mayo de 1941), causahabiente directo del general Gómez, cuyo gobierno, sin embargo, abrirá algunas rendijas democráticas; y el general Isaías Medina Angarita (entre el 05 de mayo de 1941 y el 18 de octubre de 1945), designado por su antecesor, quien también hizo contribuciones importantes a la causa democrática, aunque ninguno de ellos se atrevió a abrir esas puertas de par en par para que el pueblo fuera el sujeto de su propio destino.

De tal manera –y esto lo digo para los más jóvenes, porque los que no lo somos tanto lo sabemos– que sólo fue siglo y medio después de lograda la Independencia cuando Venezuela tuvo un Presidente elegido por el pueblo en 1947 en la figura de un civil, el escritor Rómulo Gallegos, a quien podemos considerar otro héroe del civilismo.

Pero Gallegos sólo estuvo nueve meses como Presidente de la República (15 de febrero de 1948 al 24 de noviembre de 1948), pues fue derrocado por los militares, a través de un golpe de Estado institucional, y no estoy incurriendo en una contradicción: aquel fue un golpe de Estado que las Fuerzas Armadas Nacionales ejecutaron como institución, es decir, como un todo, sin que hubiera discrepancias importantes –o al menos no se conocieron– sobre la necesidad de que el sector militar reasumiera el control de la República.

Luego advino la llamada Década Militar, entre el 24 de noviembre de 1948 y el 23 de enero de 1958, iniciada por el entonces coronel Carlos Delgado Chalbaud, asesinado en 1950, y continuada por el entonces coronel y después general Marcos Pérez Jiménez.

Esa ha sido la historia de este país durante siglo y medio: ciento cincuenta años bajo la égida del militarismo y del autoritarismo, del control del gendarme necesario y del caudillismo militar.

De modo que para nosotros la democracia ha sido un bien exótico y extraño. Y digo para nosotros, los venezolanos como pueblo, en el devenir de la historia. Este ha sido un largo trecho de tiempo, donde –como le es consustancial al militarismo– todo aquello venía acompañado siempre de la guerra y de la violencia. Según el historiador Manuel Landaeta Rosales, citado por Manuel Caballero 1, solamente entre 1828 y 1888, hubo en nuestro país cuarenta “revoluciones”, entendidas estas como simples movimientos para cambiar gobiernos por la fuerza de las armas.

La verdad es que tanto en el siglo XIX, así como durante la mayor parte de la primera mitad del siglo XX, se produjeron numerosos enfrentamientos armados o montoneras, como también se les llamaba entonces, en las cuales cualquier “general” alzado con los peones de su hacienda o de su pueblo tomaba el poder por la fuerza de las armas. Varias veces se repitieron estas situaciones durante aquellos turbiones recurrentes de violencia.

Precisamente voy a citar aquí un texto del poeta Alberto Arvelo Torrealba, tomado de un hermoso libro suyo sobre el también poeta Francisco Lazo Martí. Al referirse a los enfrentamientos armados ocurridos entre 1892 y 1901, Arvelo Torrealba señala que entre esos años “hubo ocho revoluciones armadas y que, durante los siete meses que duró la primera de estas, la Legalista, sangría impuesta a la patria para impedir que Andueza Palacio prorrogara por dos años su período presidencial, los combates y escaramuzas alcanzaron a ciento ochenta y nueve” 2.

Luego, durante casi toda la larga dictadura gomecista (1908-1935), continuaron los enfrentamientos entre las fuerzas armadas del gobierno y grupos guerrilleros opositores. El historiador Manuel Caballero, ya citado antes, afirmó en varias oportunidades que con la batalla de Ciudad Bolívar, acaecida el 22 de julio de 1903, donde el general Gómez derrota a insurrectos alzados en armas contra el gobierno del general Cipriano Castro –militares aquellos también–, se selló la paz en Venezuela.

Pero no estoy tan seguro de que haya sido así, porque hasta 1931 continuaron los enfrentamientos entre las fuerzas militares del gobierno y los guerrilleros alzados en su contra. Hubo, precisamente a partir de 1903, y luego en 1918, 1919, 1920, 1921, 1923, 1929 y finalmente en 1931, una serie de combates entre los caudillos militares que se oponían a la dictadura gomecista y las fuerzas regulares que la respaldaban.

Nombres, algunos ya casi olvidados, como los de los generales Horacio Ducharne Barrios, Ángel Lanza, Juan Pablo Peñaloza, Emilio Arévalo Cedeño, Rafael Simón Urbina, Matías y Patrocinio Peñuela, José Rafael Gabaldón, Román Delgado Chalbaud y otros, estaban entonces entre los que pretendían salir de Gómez a través de la misma fórmula de la revuelta armada y violenta contra su dictadura.

En 1928 hubo un hito importante al que se refirió hace pocos instantes el doctor Rafael Tomás Caldera: la irrupción de la llamada generación del 28. ¿Qué es lo destacable de aquel hecho, apenas un leve arañazo y un emotivo gesto contra la dictadura, porque la verdad fue que nunca la puso en peligro? Lo que aquel movimiento –encabezado por Jóvito Villalba y Rómulo Betancourt– le dijo entonces al país fue que era posible realizar una lucha democrática y civilista en Venezuela y desterrar para siempre las prácticas de los generales chopos de piedra, que pretendían continuar manejando a Venezuela a través de sus enfrentamientos armados.

Esa es una de las más importantes conclusiones que hay que sacar de la lucha de la generación del 28 y de sus fundamentos teóricos, elaborados por algunos de sus líderes, entre ellos Betancourt, tal vez el más importante de todos.

Hago estos señalamientos para poner de manifiesto la lamentable experiencia que ha significado para Venezuela y otros países del centro y del sur de América, de Europa –con el fascismo, el nazismo y el comunismo durante casi todo el siglo pasado–, de Asia y de África, la terrible experiencia del militarismo como una desviación de algunos hombres de armas. Por cierto que no todos fueron ni son militaristas, pues algunos mantuvieron y mantienen una actitud de respeto a la dignidad humana, a las formas republicanas, a los principios democráticos y al Estado de Derecho. Lamentablemente, otros muchos, antes y ahora, no actuaron de la misma manera.

Caldera, el civilista pacificador

Al finalizar este acto se va a presentar el libro Rafael Caldera, jurista integral, editado por la Editorial Jurídica Venezolana, que contiene tres ensayos, dos de ellos sobre el pensamiento constitucionalista del dos veces presidente socialcristiano, escritos por los doctores Alfredo Morles Hernández y Tulio Álvarez, y uno de mi autoría que trata sobre la paz como tema esencial del discurso y de la acción política de Caldera.

A este punto quiero referirme para terminar mi intervención. La paz ha sido también un bien escaso en Venezuela, como creo queda demostrado al revisar nuestra historia en los siglos XIX, XX y este que ya cumple dos décadas. Apenas la pudieron disfrutar los venezolanos durante breves lapsos en el pasado reciente.

La paz, como todos sabemos, es un bien inestimable. Lo que ocurre es que hay diversas maneras de entender la paz. No es lo mismo la paz en la que creían Caldera y otros demócratas, que la paz como la entendían el general Gómez y sus adictos. Si la paz era la paz de los cementerios, la de los presos políticos de La Rotunda, la de los exiliados errantes, la de aquel país donde nada se movía si el gendarme no lo ordenaba, donde no había discusión de ideas ni universidades abiertas, esa era entonces una paz muerta, sin ningún sentido y que, desde luego, no podía ser nunca preferible a una paz viva, actuante y dinámica.

Pero la paz creadora, la paz que fundó universidades, partidos políticos, sindicatos, prensa libre, instituciones democráticas y aportó conciencia cívica, esa es la paz que realmente merecemos los venezolanos después de las tormentas violentas que hemos sufrido como pueblo.

Desafortunadamente hoy sufrimos una etapa dura y difícil, pues están de regreso los fantasmas que tánto atormentaron a Venezuela durante el siglo XIX y buena parte del siglo XX. Estamos ante un retorno del militarismo y del autoritarismo, del desconocimiento del Estado de Derecho y de las normas constitucionales y, en general, de la dignidad de la persona humana y del humanismo en toda su significación.

Por eso se ha dicho, con razón que ese breve intervalo que va de 1959 a 1998 –cuando los venezolanos eligieron a seis líderes civiles como presidentes, dos de ellos reelectos– podría significar en la historia de Venezuela bastante de luz y mucho de claridad sobre las formas democráticas y el ejercicio de las libertades públicas y de la ciudadanía. No estoy diciendo, por cierto, que fue un período exento de dificultades y errores. Hubo problemas, ciertamente. Aquella fue una etapa en la que surgió otra vez la guerra de guerrillas, inspirada entonces en el fenómeno castrista de Cuba de finales de los años cincuenta, y que aquí intentaron reproducir a partir de 1960, durante el gobierno del presidente Betancourt (1959-1964).

Sin embargo, también es justo decir que hubo conquistas importantes, logros positivos. Uno de ellos fue la incorporación a la vida democrática –especialmente a partir de 1969, cuando se inició el primer gobierno del presidente Caldera– de algunos de quienes se habían alzado en armas en contra de las instituciones republicanas y que, posteriormente, fueron figuras importantes en el debate político plural, ya en el Congreso, en la plaza pública y también en el ejercicio del poder. En 1999 Caldera ejecutaría una segunda pacificación, mucho más polémica que la primera, en esta ocasión para neutralizar las tendencias golpistas presentes en las Fuerzas Armadas Nacionales desde mediados de los años ochenta, y que produjeron las tentativas de dos golpes de Estado contra el presidente Carlos Andrés Pérez en febrero y noviembre de 1992.

Fue así como durante un tiempo significativo –casi tres décadas– estuvieron presentes en la contienda democrática y electoral todas las tendencias políticas e ideológicas, así como las diversas corrientes de opinión, con la garantía de expresas disposiciones legales que, incluso, establecieron la representación proporcional de las minorías, algo que ahora no existe. Y es que, al analizar aquella inédita experiencia republicana de nuestra más reciente historia, cobra especial vigor la innegable contribución del presidente Rafael Caldera (1969-1974 y 1994-1999) a la causa de la paz y del pluralismo democrático en Venezuela.

Termino señalando a todos ustedes –especialmente a los más jóvenes– que hoy estamos de nuevo ante una decisión histórica: o continuamos por la vía ya fracasada de los regímenes militaristas, caudillistas y totalitarios; o somos capaces de abrir nuevamente la vía de la lucha por la libertad, la democracia, las instituciones republicanas y el respeto a los derechos humanos, a fin de que Venezuela pueda reiniciar su camino de nación respetada y de digna cuna del Libertador Simón Bolívar.

Muchas gracias.

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1 Manuel Caballero, La peste militar, Escritos polémicos 1992-2007, Editorial Alfa, Caracas, 2007, página 14.

2 Alberto Arvelo Torrealba, Lazo Martí, Vigencia en lejanía, Biblioteca Popular Venezolana, Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes, Caracas, 1965, página 15.