En los actuales momentos, y de cara a lo por venir en el corto y mediano plazo, la oposición venezolana requiere, con suma urgencia, acometer un proceso de reflexión profundo, serio y descarnado, que la conduzca a comprender a ciencia cierta cuál es su verdadera responsabilidad frente al destino del país y a encontrar los mecanismos idóneos que le permitan materializar en la práctica cotidiana dicha responsabilidad de la manera más efectiva posible. Tal proceso de reflexión debería partir de la consideración de diversos supuestos que, por el peso político que la historia ha demostrado fehacientemente contienen en sí mismos, resultan de obligatoria consideración a la hora de trazar estrategias futuras. Dediquemos algunas líneas al relacionado con los partidos políticos.
De una buena vez y para siempre, es impostergable entender que sin partidos políticos es imposible coronar la lucha por reconstruir la democracia y llevar adelante el esfuerzo por sostenerla en pie, una vez instituida, frente a las amenazas que se levantarán en su contra, habida cuenta de que nunca van a cesar, como no dejaron de actuar entre 1958 y 1998, al punto que lograron desmontarla con facilidad que no debió sorprendernos y con argucias que no debimos habernos tragado. Esos partidos políticos que necesitamos no son los que hoy en día tenemos, pese a que ellos se ufanen en llamarse de ese modo. Para serlo, necesitan asumir ciertas verdades. Asumir que un partido político no es nada más que un nombre, por más impactante y melodioso que éste resulte. Asumir que un partido político no es la pueril y anacrónica referencia a tiempos pasados que desaparecieron con la fuerza suficiente como para nunca más recomponerse. Asumir que un partido político no es una franquicia dispuesta para proyectar el nombre de dirigentes que se creen predestinados redentores de la patria y gustan de proyectarse nadando en mar de aplausos momentáneos y circunstanciales. Líderes que, por cierto, algunos de ellos, cuando avizoran ya no pueden serlo por las circunstancias que sean, botan tierrita y no juegan más, apelando entonces al liderazgo colectivo; ése en el que nunca creyeron, pero que con impostura pasan a utilizar como bandera para evitar que su marca comercial desaparezca del radar de la opinión pública.
Un partido político es estructura sustentada en la organización de base, llámese como se le quiera llamar: células, comités locales, etc. Es decir, se edifica de abajo hacia arriba, sobre los hombros de la gente que esté dispuesta a dedicar tiempo y esfuerzo a la participación constante por hacer gobierno la cosmovisión a partir de la cual se entiende debe funcionar la sociedad. Cosmovisión que debe articular armoniosamente en el discurso y en la praxis (doctrina y acción política) el respeto a la individualidad y el estímulo de la responsabilidad colectiva. En fin, disciplina partidista que en modo alguno signifique abjuración de la persona como ente pensante que es. Para ello se necesita formación política y formación ideológica, que aunque suenen parecidas ni por asomo lo son. Para lograr la primera es necesario asumir que sólo con el trabajo a múltiples manos, donde el ideal pese más que los intereses bastardos de cada quien, se puede alcanzar la meta de transformar la sociedad para bien. Alcanzar la segunda implica abandonar la impostura de que las ideologías murieron. Tal deceso no ha ocurrido por más que se pregone con intencionalidad de que así sea. Quienes se presentan como adalides de ese engañoso discurso lo hacen por dos razones, una no excluyente de la otra: o carecen de pensamiento político realmente estructurado, o representan a oscuros intereses corporativos y/o personalistas, enemigos sempiternos del debate democrático.
Sin verdaderos partidos políticos no hay salida fácil. Perdón. Ni siquiera hay salida.
Historiador
Universidad Simón Bolívar
@luisbutto3