Más de 100 muertos y cerca de 200 desaparecidos, con ya casi nulas esperanzas de ser encontrados con vida, ilustran en pequeños números la tragedia provocada por el volcán de Fuego de Guatemala, una catástrofe que parece dirigida hacia los más desfavorecidos.
EFE
Porque son decenas de pequeños pueblos de indígenas, la población más pobre de un país que presume de su parque de avionetas privadas, o de grandes empresas exportadoras de ron. Asentamientos míseros dedicados a la agricultura en las faldas de una montaña que periódicamente siembra el terror en sus laderas.
Pero nunca con tanta virulencia como en la erupción del pasado 3 de junio. Ese día quedará para siempre grabado en la memoria de los pobladores que tuvieron que abandonar a la carrera sus escasas pertenencias, sus ollas al fuego para comidas familiares, sus animales y, sobre todo, a muchos de sus allegados, que no fueron tan rápidos como la lava, el fuego, la ceniza y la asfixia.
Se estima que son 1,7 millones de personas las afectadas por el volcán, precisamente los más empobrecidos, que empiezan a levantar tímidamente su voz ante la lentitud de las ayudas y ante la aparente incapacidad de las autoridades para prevenir a tiempo el desastre y, sobre todo, para alertar a las víctimas.
El ministro de Defensa salió rápidamente al paso de las crecientes denuncias para calificar las críticas de “malintencionadas”, rotundos comentarios que no parece que puedan convencer, por ejemplo, a los habitantes de la comunidad de San José el Prado, en el departamento sureño de Escuintla, que denunciaron que aún no han recibido asistencia humanitaria.
Son los mismos indígenas cuyos niños, en diferentes lenguas, limpian los zapatos de turistas y hacendados en la zona rosa de Guatemala, ese oasis de lujo de la capital, ajeno a la violencia y a la pobreza que asola a todo el país.
Los mismos que cultivan pequeñas huertas y trabajan con materiales naturales para vender a precios irrisorios sus productos y su artesanía en el mercado central, a escasos metros del palacio del Gobierno. Los que pueden verse como porteros, guardacoches o vendedores ambulantes, pero muy rara vez en un despacho.
Y tras la erupción y la nube de cenizas, los lahares, esa masa insensible de agua hirviendo, rocas de hasta tres metros de diámetro prácticamente incandescentes. Barro y fuego, como un batallón de la muerte natural similar a los que durante décadas recorrieron el territorio guatemalteco asesinando a los líderes indígenas levantiscos y a todos sus seguidores.
Hay quien se pregunta cómo es posible que sigan allí esos indígenas que han conocido durante generaciones el furor del volcán en sus chabolas. La respuesta la dan todos los representantes de ONG que trabajan en la zona: “no viven donde quieren, sino donde les dejan”. Y argumentan la larga historia de discriminación y desplazamientos forzosos.
En Guatemala, más del 60 por ciento de la población es indígena, 25 etnias, de las que 22 pertenecen a la cultura maya. Un porcentaje superior al de mestizos y blancos juntos, pero que copan la cúpula de las empresas, entidades oficiales y universidades. EFE