El daño que la autodenominada revolución bolivariana le ha infligido al país es inconmensurable; en algunos casos, irreparable. Por ejemplo, no hay manera de borrar, ni siquiera de mitigar, el sufrimiento de quienes han perdido a sus seres queridos como consecuencia de estos oscuros años de represión e insuficiencias inmanejables. No hay palabra de aliento ni acción solidaria alguna que pueda consolarlos. Sólo la posibilidad remota de que en el tiempo por venir llegue a haber justicia les sirve de aliciente para no cejar en el empeño cotidiano, aunque a veces esto no sea suficiente. Trágicas historias de vida que sumadas conforman la desgracia infinita de una sociedad acorralada. Perfecta representación del espanto engendrado cuando el odio, la irracionalidad y la estupidez se hicieron poder.
A esa interminable lista de agravios hay que agregar el menoscabo de dignos elementos de la venezolanidad, de resaltantes características particulares de nuestro pueblo demostrablemente arraigadas en su alma por estar consustanciadas con su ser histórico. Verbigracia, la preocupación por la progenie. Desde tiempos coloniales, quienes desde el exterior visitaron el territorio de lo que luego sería la república hoy confiscada y bajo asedio, observaron el afán de la gente aquí nacida en esforzarse teniendo en mente la necesidad de asegurar el bienestar de sus descendientes. El norte del venezolano promedio siempre fue la posibilidad de que sus hijos vivieran en condiciones materiales superiores a las que él había tenido que enfrentar, independientemente del sacrifico que ello implicara.
Así las cosas, quien no había tenido un pedazo de tierra propio se partía el lomo para que su vástago lo tuviera. Quien no había superado la comprensión elemental de las letras luchaba denodadamente para que su muchacho permaneciera en las aulas. Aquel que, como ahora se dice, había pasado roncha en la vida, hacía todo lo que estaba a su alcance para evitarle ese destino a quienes trajo al mundo. El empeño por labrar el mañana próspero de la descendencia siempre fue una de las invariables y notorias cartas de presentación del venezolano. Quienes vinieron a convivir con nosotros rápidamente lo asimilaron y se comportaron de igual manera. La señora que lavó y planchó ropa en casas ajenas lo hizo con la certeza de que su dedicación inquebrantable se vería recompensada cuando sus hijos fuesen los doctores que el país necesitaba y que ella cada noche soñaba.
Así fue hasta que la nada destrozó la esperanza. Por consiguiente, entre tantos aborrecibles legados dejados por lo genéricamente denominado chavismo, es obligatorio contar la angustia actual de la sociedad venezolana generada por el convencimiento de que por más esfuerzo que se haga no hay manera de conquistar el bienestar presente, mucho menos el venidero. Si en algo han demostrado maestría quienes han descuadernado el país en las últimas dos décadas, es en borrar de cuajo la idea de un futuro mejor y trocarla por la desesperanza de la mera supervivencia. Por eso el desaliento de tantos y tantos compatriotas que sólo anhelan escapar de este marasmo insufrible y se lanzan a la incertidumbre de recorrer caminos desconocidos. Allende nuestras fronteras, buscan desesperadamente lo que el empecinamiento propio de la maldad les niega a sus hijos en su propia tierra. Imposible olvidar: nombre y apellido tienen los responsables de la miríada de lágrimas de despedida.
Rescatar la venezolanidad pasa por cambiar de gobernantes. De lo contrario, nos habremos perdido irremediablemente.
Historiador
Universidad Simón Bolívar
@luisbutto3