Tuit del presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, en vísperas del encuentro en Helsinki: “Para contribuir a la solución de la crisis en Venezuela, le pido al presidente Trump que solicite a Putin dejar de apoyar al régimen de Maduro”.
Por Ibsen Martínez @ibsenmartinez
La súplica de Santos a Trump no parece mala idea. Si alguien está, hoy día, en situación de asirse de la oreja del mandatario ruso es, precisamente, el más ferviente de sus admiradores. Ya antes de Trump, tres presidentes de EE UU tuvieron encuentros cercanos con el envenenador de Londres. George Bush padre famosamente afirmó en 2001 que le bastó mirar a los ojos del mandatario ruso para sentir el alma de un hombre recto y muy de fiar.
Donald y Vóvoshka (así lo llaman, cariñosamente, sus paniaguados) Putin habrán tenido mucho que hablar en Helsinki. Es notorio que la reunión privada se prolongó más de lo previsto. Uno se pregunta, sin embargo, si con un temario erizado de Ucranias y Crimeas, si además de Siria, Irán y las ondas de choque diplomáticas de la trama rusa en las elecciones de 2016, habrá habido espacio para el caso Venezuela.
Sea como haya sido, la solicitud del presidente Santos atiende al papel descollante que, en lo inmediatamente venidero, Rusia jugará en Venezuela. Los intereses rusos en nuestro país, que comenzaron hace ya tres lustros, han crecido últimamente a la par que se ha intensificado el claro intento de desestabilizar las democracias occidentales y asentarse firmemente, de paso, en la más grande reserva de petróleo en el Hemisferio. No hay nada de “política ficción” en esto. Tampoco en la posibilidad de que Trump desestime, con característica panache, los designios de Putin respecto a Venezuela y la región circundante.
El desastroso manejo de su economía, una deuda externa que sobrepasa los 150.000 millones de dólares, y las lúgubres perspectivas de su industria petrolera no han inhibido a Rusia de reestructurar la deuda venezolana contraída con Moscú, calculada en más de 3.000 millones de dólares, tal como lo hizo en noviembre pasado, ni de anunciar masivos planes de inversión en PDVSA, la desarbolada empresa estatal, como se ha anunciado recientemente.
Asfixiado por la falta de divisas, Maduro no ha vacilado en ceder a Rusia soberanía y potestades, nunca antes otorgadas, sobre activos y operaciones en la Faja Petrolífera del Orinoco, así como en el llamado Arco Minero, emporio aurífero amazónico. Por otra parte, Putin se ha mostrado tan impasible ante la crisis política y la tragedia humanitaria venezolanas como ante el sufrimiento del pueblo sirio. La solidaridad de Moscú para con Maduro se hace eco de la misma retórica antinorteamericana del dictador en su denuncia de las sanciones impuestas por EE UU, Canadá y la Unión Europea a Maduro y sus corruptos y sanguinarios caimacanes. Nada extraño habría en ello: Rusia también ha sido objeto de sanciones mucho más gravosas que las cosechadas por los narcogenerales venezolanos.
Numerosos analistas se preguntan si la ayuda rusa, junto con los 5.000 millones de dólares prometidos (condicionadamente, según algunas fuentes) por China la semana pasada, serán suficientes para mantener a flote al régimen por largo tiempo. Es muy concebible que, aunque en grados dispares, sí lo sean.
Todo lo cual tal vez signifique que Nicolás Maduro ha logrado más en el ámbito internacional que la oposición venezolana. Al cabo de grandes pérdidas y sumida en la discordia, la descoyuntada oposición democrática está hoy limitada a aguardar, inerte, sin liderazgo alguno y ya sin mucha fe, el efecto que puedan surtir las resoluciones de la OEA y las sanciones económicas de EE UU y la UE.
En cambio, y valga lo que valiere cada uno, Nicolás Maduro aún cuenta con Putin, Rosneft y el Banco de Desarrollo de China.