Este es otro reportaje de la serie “Cúcuta: Salida de emergencia” que cuenta a través de siete historias de migración, cómo la crisis sociopolítica de Venezuela le está cambiando la vida a millones de personas, publicados en el portal DeJusticia.
El ruido y la confusión del puente internacional Simón Bolívar llega a punto muerto en el barrio Camilo Daza, ubicado en la periferia noroccidental de Cúcuta. Distinguido por sus casitas pintorescas y aceras limpias, muy diferente a la suciedad que recubre algunos barrios venezolanos. Así lo reseña correodelcaroni.com
Por Rafael Hernández
Hay, también, pequeños comercios familiares que venden desde mercería hasta medicinas; y un safari de panaderías que inevitablemente hacen recordar la Venezuela del pasado, de una cultura panífera hecha de harina de trigo, azúcar y dulce de guayaba. Es un barrio de escasos recursos, conformado en su mayoría por familias colombianas que han sido desplazadas por la violencia y que encontraron en la periferia de Cúcuta un lugar para reconstruir sus vidas.
Además, en el Camilo Daza abundan las peluquerías, como la de Rosa Umaña. Ella es popular no sólo porque maneja este negocio, sino porque se convirtió en la salvación de muchos migrantes venezolanos. Por su casa han pasado decenas de personas que dejaron Venezuela por la profunda crisis humanitaria que atraviesa, y que necesitan una morada para dormir unos días, recobrar capital y continuar su tránsito hacia Bogotá, Medellín, Cali, Quito, Guayaquil, Perú, Chile, Argentina…
Rosa no les cobra ni un peso por el alojamiento y la comida. Incluso, hasta les ha dado trabajo a algunos. Así pasó con Niledys García, una venezolana que supo de Rosa a través de WhatsApp. “Me dijo que alquilaba cuartos y al llegar no era así, nos hospedó gratis”, cuenta Niledys, madre de dos niños que migraron con ella hace cuatro meses y hoy viven en arriendo en una casa vecina. “Estamos recién mudados”, exclama orgullosa la estilista, quien hoy es empleada de confianza de Rosa.
La sensibilidad de Rosa nació, quizás, cuando vivió en carne propia la crisis venezolana. Llegó a Venezuela expulsada por la violencia en Colombia cuando en diciembre del 2001 las autoridades allanaron su casa, argumentando que era colaboradora de la guerrilla. Decidió irse a Valencia (al centro de Venezuela), donde vivió muchos años. Cuando empezó a llegar la escasez a ese país, pasó días completos haciendo fila con uno de sus hijos en brazos para comprar comida. La crisis se profundizó y una tarde en la que, después de horas de espera, salió con las manos vacías mientras otras personas sí pudieron hacer sus compras pues pagaron para ser favorecidas. Ese fue el punto de no retorno.
Decidió regresar a Colombia. Dejó su casa y, resignada, acepta que en cualquier momento podrían expropiársela. “Pero gracias a Dios logré surgir aquí nuevamente. No me queda más que ayudar al que viene buscando una nueva vida”, dice.
Entre tantos migrantes, son pocos los que se encuentran una Rosa en el camino. Ella, además, es una abanderada de la lucha contra la estigmatización y la xenofobia que llegaron a Cúcuta con la oleada de venezolanos que huyen.
Luchar contra la xenofobia
Francesco Bortignon, un anciano delgado, de facciones duras, se acerca a la ventana de su oficina en el corazón del barrio Camilo Daza, para aliviar el calor. Bortignon dirige el centro de Migrantes de la Comunidad Scalabrini. “Hace unos años atendíamos anualmente entre 200 y 300 venezolanos, pero de golpe han pasado a cuatro mil”, explica.
Para muchos expatriados el paso por Cúcuta no es color de rosa. Si bien un grueso número está en tránsito, muchos otros se quedan buscando recursos para sobrevivir el día a día, así eso signifique dormir en la calle. Lo asegura Óscar Calderón, coordinador del Servicio Jesuita a Refugiados de Norte de Santander. “Hemos registrado una cifra tope de dos mil venezolanos en situación de calle. La mayoría de esta migración ocupa los sectores de la población más pobre de Colombia y esto, muchas veces, termina convertido en una especie de lucha entre los más pobres por el mínimo vital”.
Pero las dificultades no terminan ahí. Otra espina, la más lastimosa quizás, es la de la xenofobia. Bryan Román, un venezolano moreno y acuerpado, curtido por el sol de la costa occidental venezolana, soporta el calor del mediodía cucuteño. Lo que no resiste, dice, es la aversión hacia el migrante y los miedos que despierta. “Uno va a algún sitio donde requieren un ayudante, más que todo en supermercados, y cuando les dices que estás buscando empleo te dicen que no de una, por tu acento”.
Bryan lleva 15 días en Colombia. Y aunque ha tenido que escuchar muchos rechazos, reconoce que también ha recibido ayuda. Está sentado en el patio de la iglesia de los Scalabrini, junto a su hermano, su hermana y su sobrino, esperando a inscribir al niño en este centro, donde podrá recibir educación. Por su condición de ilegal, no puede ser escolarizado por el Gobierno colombiano.
“Yo no tengo miedo a que me discriminen porque vine a trabajar humildemente y a ganarme el pan”, exclama Euclides Colmenares, quien llegó hace una semana y vive en casa de Rosa. A pesar de haber tenido dificultades para acceder a Colombia, luchó hasta que logró entrar. “No me devolví porque tengo a mi esposa embarazada y tengo que trabajar para mandarle (dinero) a ellos en Venezuela”.
Otras rosas
“Yo digo que el que los juzga y trata mal es porque no ha sufrido”, dice Kelly Lizcano, otra vecina del barrio Camilo Daza quien, como Rosa, convirtió su casa en un lugar de paso para los migrantes. Ella también es colombiana, migró a Venezuela expulsada por el conflicto y retornó a su país cuando la crisis venezolana se hizo insostenible. Habla desde su casa, abarrotada de mil enseres que vende desde la ventana. En el comedor, su hija juega con una canaimita: un computador personal entregado por el Gobierno venezolano a personas de bajos recursos.
Kelly alberga en su hogar a María Valentina Hernández, otra migrante. María es joven y tiene 34 semanas de embarazo. Cruzó a Colombia con su esposo. “Allá cuesta mucho dar a luz. No se consiguen ni guantes de cirugía, ni antibióticos”, dice.
uy cerca de allí está la vivienda de Albeiro Monsalve, quien observa su casa mientras una manada de cachorros juguetea en el patio. Esa misma casa fue construida entre él y un venezolano. Monsalve ha recibido a tres familias y ninguna de esas experiencias le ha dejado un sabor amargo, por eso rechaza la estigmatización hacia el migrante. “Todos no son iguales, digo yo”, sostiene. “Yo también estuve allá y a mí me recibieron con las puertas abiertas. Aquí hay que hacer lo mismo”.
Cruzar el puente internacional Simón Bolívar resulta una enredadera llena de espinas: hay que hacer largas filas para sellar la salida en la aduana venezolana y la entrada a Colombia, negociar o espantar a los astutos carretilleros, superar las exigencias de las autoridades policiales colombianas y la extorsión persistente de la Guardia Nacional Bolivariana.
Sin embargo, Cúcuta adentro, el calor se vuelve calidez de hogar cuando Rosa, y otros colombianos como ella, extienden una mano para aliviar la incertidumbre y la desesperanza con la que vienen cargados los venezolanos expulsados por su propio país.
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