Pío XII fue el pontífice que dejó en el más alto nivel de valoración la actividad política, al expresar: “la política es después del sacerdocio el más noble apostolado al que una persona puede dedicar su vida”.
La política como actividad conductora de la vida colectiva conlleva una vocación de servicio, un compromiso con el prójimo, y por lo tanto una subordinación a la ética.
Toda actividad humana está bajo el marco normativo de la ética, desde donde se fijan los límites que deben orientar el accionar de cada persona.
La ética define el marco de acción de la persona, establece los principios sobre los cuales debe orientarse la vida cotidiana y nos ubica para entender lo que es bueno y permitido, y que valoramos como negativo, y por lo tanto prohibido, so pena de recibir el cuestionamiento colectivo.
La política al asumirse en su auténtica dimensión supone un compromiso de servicio al que una persona se entrega, teniendo como marco de su accionar, un conjunto de principios y valores en los cuales enmarcar todo ese diverso e intenso proceder.
Para quienes asumimos la vida política desde la perspectiva del humanismo cristiano es menester precisar valores que nos obligan de manera permanente. Entre otros, la defensa y respeto a la persona humana, por estar dotada de una dignidad y trascendencia más allá de su estructura corporal. La búsqueda y promoción del bien común, el respeto de la libertad en todas sus manifestaciones, y de todos los demás derechos humanos.
Si bien es cierto que el actor político como persona tiene tanto derecho, como otros actores sociales, a acceder a los bienes materiales y espirituales a que todos tenemos derecho, también es cierto que no se puede confundir ese derecho con un comportamiento mercenario en su vida pública. Vale decir el político debe tener en cuanto persona que dedica su esfuerzo al noble servicio ciudadano, derecho a una remuneración honorable y suficiente para atender sus necesidades y las de su familia.
El drama se presenta cuando el hombre político somete a subasta su servicio, y termina ofreciendo su concurso a una política o a un personaje, por motivos totalmente ajenos a principios y convicciones, movido exclusivamente por una prebenda material o por un pago ofrecido o recibido.
Toda persona, en cuanto ciudadano, está en el deber de ofrecer su concurso a un adecuado desenvolvimiento de la vida social de su comunidad local, regional y nacional. Desvincularse del curso de la vida colectiva, no dedicar tiempo y atención al desarrollo de la gobernabilidad de la nación o de la ciudad a la que pertenece una persona, constituye un grave error, que en algún momento afectará, inclusive, su propia calidad de vida.
No se trata de que todos debemos ser actores políticos. Esta noble actividad requiere, cuando se asume a plenitud, de una dedicación permanente, de un compromiso que consume no solo el tiempo en un permanente accionar; sino la mente en una sistemática y constante reflexión y estudio de la compleja realidad de la vida social.
Ese compromiso puede en muchos casos hacer incompatible la vida política con una vida de agente económico, deportivo, religioso, o de otra naturaleza.
Pero una cosa es no dedicar la vida a la actividad política, y otra cosa es hacer dejación absoluta frente a esa realidad que es la presencia del hombre en sociedad, y por consiguiente la forma como ha de conducirse su vida en ese contexto.
Al expresar “yo no soy político”, “no me interesa la política”, “no vivo de la política”, la persona está demostrando una rotunda ignorancia, y está permitiendo que otros decidan su vida y su futuro.
Al desentenderse de la política, cada persona está poniendo en riesgo su vida, su familia, su trabajo, su patrimonio y su libertad. Otros pueden, como en efecto nos ha pasado, decidir por una opción política que conduzcan la vida social hacia territorios que lesionen los bienes más sagrados de una sociedad.
El compromiso político y ciudadano debe establecerse en función de esos valores. Un actor político debe procurar cumplir su misión apegado a esos valores. Cuando asume una postura en la búsqueda de una prebenda económica o de poder se convierte en un mercenario. Los mercenarios en la vida política son tan antiguos como la política misma. Se trata de la naturaleza del ser humano. Es nuestro deber luchar contra esa forma de hacer política.
El chavismo ha recurrido sistemáticamente a mercenarios para desarrollar sus estrategias de poder. Ha buscado comprar políticos, militares, periodistas, sindicalistas, empresarios y otros actores sociales para utilizarlos en el teatro de sus operaciones de poder. A unos los suma abiertamente a su causa, los convierte en agentes de su aparato político o de propaganda. A otros los utiliza como agentes encubiertos para promover la división de la sociedad en su conjunto, o de la oposición política en particular.
Donde el chavismo ha hecho el mayor daño es en la corrupción de las bases políticas y vecinales de la sociedad.
En su afán de preservar el poder a toda costa, han combinado el populismo distribuidor con la abierta compra de conciencias para los procesos políticos y electorales.
En una primera etapa fue el clientelismo más abyecto, pero recientemente ha sido ya la compra a abierta y descarada del voto a las puertas del centro de votación, el mecanismo utilizado para lograr hacer efectivo un voto en las urnas.
La perversión ha sido “legitimada” por una burda sentencia de la sala electoral del Tribunal Supremo, que en obsceno fallo ha considerado como legal tal práctica inmoral. Pagar por el voto, pagar por el servicio electoral constituye un crimen contra la vida social, y contra la posibilidad de una democracia sana, capaz de ofrecer un aporte positivo al desarrollo humano.
Lo más grave de esta práctica es cuando la misma es asumida también por la oposición política. Con ocasión de la emboscada electoral del pasado 20 de mayo, así como en otros procesos electorales anteriores, sectores opositores han recurrido a la perversa práctica de pagar el servicio electoral; en circunstancias (como la del pasado 20 de mayo) de manera abierta se contrató a personas para ser testigos de una mesa electoral, o funcionario de un centro de votación. En otros momentos se escondió la paga con el nombre de una “contribución” para gastos de movilidad o de otro tipo del ciudadano en funciones electorales.
Tal práctica ha generado una pugna en los cuadros medios por el control de los programas electorales de los partidos y las campañas, pues se ha forjado una legión de agentes electorales mercenarios, que participan de esta actividad no con el fin de defender el voto ciudadano o la causa de la democracia, así como la suerte de nuestro país. Lo que los anima es quedarse con parte de esos fondos, y tener una red de agentes a su servicio a través de la paga que se les hace. Esta función debería prestarse con una elevada conciencia ciudadana, capaz de movilizar a la persona para defender en las mesas de votación la voluntad popular, los principios y los programas que representa su opción política.
La política mercenaria ha hecho un enorme daño a la verdadera política. Ha desnaturalizado el sentido de un servicio noble. De ahí la urgencia de elevar el nivel de conciencia de nuestro pueblo, de exigir a los dirigentes políticos un compromiso ético, y de asumir la política como una actividad muy seria que debe ser observada y atendida por toda la comunidad.