Sandra Araujo, de 51 años, insiste en que Madrid le recuerda mucho a la Caracas de “antes del desastre”. Aunque nació en el interior del país, ella creció y vivió en la capital venezolana casi toda su vida, hasta que decidió marcharse tras el secuestro de uno de sus sobrinos en 2014. Se fue a Miami, adonde ya había mandado a su hija a estudiar y donde tiene tres propiedades de las que vive después de la ruina casi completa del hospital que regenta su familia. Pero en octubre pasado se trasladó a Madrid porque en Estados Unidos es cada vez más difícil conseguir la residencia y la vida es muy cara, “cuatro veces más cara que en España”, asegura al diario El País de España.
Sin llegar a las cifras millonarias del éxodo venezolano a otros países americanos, el lento pero constante crecimiento de esta comunidad en España se ha disparado un 58% desde 2014, hasta alcanzar el pasado enero 244.671 personas, según las cifras del INE. Madrid, con 42.000 venezolanos, un 142% más que hace cuatro años, es su principal destino.
Este último gran salto ha ocurrido, como lo hizo antes, de la mano de personas con vínculos familiares en la península que facilitan una llegada legal (más del 60% de los residentes nacidos en Venezuela tiene la nacionalidad española), pero también de la de ese otro grupo de empresarios y rentistas en una situación económica desahogada que encuentran en España un plan b, una posibilidad menos hostil a la hora de conseguir los papeles y más barato para vivir y emprender negocios que los Estados Unidos de Donald Trump.
Alexander Rangel, un abogado estadounidense especialista en inmigración, reparó hace unos años en que, aparte de la famosa golden visa —que da la residencia automática por comprar inmuebles a partir de medio millón de euros y a la que habían accedido 79 inversores venezolanos al cierre de 2017—, España ofrecía una posibilidad mucho más accesible: el visado de residencia no lucrativa. Este permite vivir legalmente durante un año, prorrogable a tres, sin trabajar, acreditando una cuenta bancaria con al menos 26.000 euros y pagando un “seguro médico que es muchísimo más barato que en EEUU”, explica Rangel. A partir del segundo año de residencia legal, todos los originarios de países iberoamericanos pueden solicitar la nacionalidad española. Con esa premisa, el abogado montó en 2013 una empresa que ha tramitado la llegada a España de “más de 500 familias” venezolanas desde EEUU y también algunas desde Panamá.
Por ejemplo, tramitó los papeles de Araujo, que estaba harta de no poder transformar el visado de estudiante en un permiso permanente y del coste de la vida en Miami. Así llegó a Madrid, dejando allí a su hija —“Acaba de terminar la carrera; prefiere quedarse”—, con tres de sus hermanas repartidas por el mundo y otras dos todavía en Venezuela, con su madre, que se aferra a la clínica familiar, aunque ya han tenido que cerrarla casi completamente por falta de materiales. “Tiene abierto prácticamente para atender emergencias con lo que hay”. El plan de Sandra, abogada, es precisamente prorrogar un año su residencia no lucrativa (si logra resolver las dificultades para renovar su pasaporte) y solicitar después la nacionalidad. Ahora vive de alquiler, pero pronto se trasladará a la casa que acaba de comprar en el barrio de Salamanca.
El hecho de que la mayor concentración de madrileños de origen venezolano (algo más de 3.500) se dé precisamente en ese distrito, el tercero más rico de la capital, da una idea de ese amplio perfil de migrantes acomodados. Pero, si se mira un poco más —en Tetuán o en Puente de Vallecas, con rentas por debajo de la media, también viven 2.456 y 2.300 personas de origen venezolano, respectivamente—, se puede ver una enorme heterogeneidad de situaciones, por mucho que todas tengan un punto en común: llegar a España requiere un mínimo de recursos. “Para comprar los pasajes de avión con mi sueldo de profesor universitario en Venezuela, necesitaría ahorrar 20 años”, dice el sociólogo Tomás Páez, uno de los impulsores del Observatorio de la Diáspora Venezolana. Pero algunos los consiguen gracias a las remesas que les mandan los que les precedieron y otros gastan hasta el último céntimo que consiguen reunir.
“Estos son los que llegan, como se suele decir, con el pasaporte en la boca; vienen sin nada, como mucho 300 euritos para ver cómo salen para adelante”, explica el abogado de origen venezolano José Antonio Carrero, residente en España desde 2010. Habla de peticionarios de asilo y refugio “sistemáticamente rechazadas” —en 2016 lo solicitaron 4.196 venezolanos, en 2017, más de 10.000 y en lo que va de año van 12.000, según informó la cadena Ser hace apenas unos días— y de miles de profesionales con estudios superiores que trabajan en España de “cualquier cosa, cuidando bebitos, limpiando, de camarero…”, cuenta Carreras.
Por ejemplo, A. E. D. F., periodista de 38 años que prefiere no dar su nombre porque está en España en situación irregular, llegó hace unos pocos meses porque su padre —nacionalizado por estar casado con una española— le mandó el dinero para el viaje. Ahora trabaja en negro llevando el papeleo de varios restaurantes. Carrero, que lleva desde su bufete en Tenerife temas de inmigración a muchos compatriotas que están llegando, calcula que en torno a un 20% está en situación irregular, otro 30% tienen los papeles en regla y otro 50% tiene la doble nacionalidad.
En esta última categoría está Pedro Ontiveros, de 73 años, por su mujer, nieta de españoles. Orientador escolar retirado, Ontiveros es, además, uno de los 9.000 pensionistas venezolanos residentes en España —algunos nacionalizados, otros, españoles retornados— que llevan sin cobrar desde noviembre de 2015. “La situación es gravísima. Nadie nos informó”, dice. Agotados sus ahorros, cuenta que él y su mujer viven del dinero que les envían sus hijos desde Inglaterra. Sin embargo, “hay compañeros que están teniendo que recurrir a comedores sociales”, asegura. Reunidos en una asociación, mientras pelean por volver a cobrar, estos pensionistas piden al Estado español que les permita acceder a una pensión no contributiva.
Pedro, en todo caso, que emigró en 2003 porque a su mujer la asaltaron cuando apenas empezaba a asomar un problema de inseguridad que hoy ha alcanzado cotas gigantescas, no se arrepiente de haberse marchado. Tampoco A. E. D. F., la periodista que ha dejado en Caracas a una hija de 10 años con la que pronto espera volver a reunirse, a pesar de que nunca quiso emigrar. Y lo mismo le pasa a Sandra Araujo, que está intentando vender la casa de Caracas en la que siempre pensó que iba a envejecer. Todos ellos, con circunstancias muy distintas, comparten una historia común de violencia y penurias que les empujó fuera de su país y, también, la sensación de que ya nunca van a volver.
“Yo no sé que haré, pero le aseguro que el futuro de mis padres se queda en España”, dice Andrea Urizarbarrena. A punto de acabar la carrera de Ciencias Políticas en la Complutense, Andrea, de 25 años, llegó a España desde Caracas hace tres para reunirse con sus dos hermanos (de 16 y 20) y sus padres —ella trabaja en una agencia de comunicación; él, en un restaurante—, que habían llegado unos meses antes. A su hermana la habían intentado asaltar y a Andrea secuestrar durante una manifestación.