Maduro confirmó que el del Estado es el peor de todos los extremismos. Visto históricamente pulverizó lo que hubo de progresista en el mensaje de Chávez. Redujo la influencia social que había alcanzado el proyecto inicial. Contrajo su potencial electoral. Ahuyentó aliados y se hizo dependiente de la única fuerza que lo sostiene, la militar.
Maduro destruyó todo lo que tocó: desde las instituciones del Estado y la economía, hasta valores, relaciones internacionales y un modo de vivir que comenzamos a apreciar cuando lo fuimos perdiendo. Ahora es un extremista conservador. Símbolo de la última parte de una época que se niega, contra el país sobreviviente, a morir en paz.
Maduro está jugando una última carta: ciertamente se atrevió a subir el salario por el ascensor, pero ¿cuánto tardarán los precios en alcanzarlo por las escaleras? Cuando los dados muestren que hizo una mala apuesta, su revestimiento de credibilidad va a resquebrajarse. Aumentará la exigencia de un mecanismo para sustituirlo, incluso de parte de quienes no quieren perder poder con su declive. Este conflicto en el corazón del gobierno, disolverá la hegemonía que Chávez dejó en herencia. La autoridad del primer heredero se desestabilizará.
No hay bola de cristal para profetizar lo que vendría después. Dependerá de los actores con capacidad de decisión, la mayoría de ellos ubicados en territorio oficialista. El fracaso del chavismo sin Chávez, podría iniciar una era de chavismo sin Maduro. Una oportunidad para ejecutar correctivos, más integrales y viables, para recomponer capacidades productivas y alianzas que permita a los detentadores del poder, mantenerlo con la menor democracia posible.
El extremismo no es sólo una enfermedad terminal en procesos originalmente revolucionarios, también lo es para la oposición. Su marca está detrás de los desaciertos opositores. Primero abrió atajos en aspectos parciales de la estrategia proclamada como democrática, electoral, constitucional y pacífica. Después le abrió boquetes con un discurso blanco y negro y la remató con el puñetazo abstencionista y las maniobras para nombrar un Presidente en el exilio. Trono mayor de la política ficción.
Mientras más se posesionaba la cultura extremista en la oposición, apuntalada por el paredón de las redes, los dirigentes de la oposición democrática se inhibieron. Los errores hicieron de las suyas en la fortaleza construida por el rechazo mayoritario al gobierno.
Es hora de enfrentar argumentalmente la enfermedad del extremismo político y recuperar a sus convencidos seguidores con una nueva forma de hacer oposición. Esa política, aunque aún no ha sido diseñada, está emergiendo en luchas como la de las enfermeras o debates sobre cómo aumentar herramientas de presión social al gobierno, situar el combate también dentro del sistema dominante y centrar la acción de los partidos en recobrar sus raíces sociales. La unidad sigue siendo Itaca.
Al país, a los sectores populares y a la reconquista de la democracia le conviene que las fuerzas de cambio, más allá de los linderos de la oposición, sean determinantes en los escenarios posteriores a la crisis. Para ello es imprescindible que una dirección colectiva aborde una renovación que devuelva credibilidad y representación a la oposición.
@garcisim