La parentela de nuestra heredad es inmensa. Venimos a la vida y nos vamos de ella, acompañados. Llegamos a la vida de manos de nuestros padres (2), mientras sumamos a nuestros abuelos, (4) quienes a su vez nos agregaron nuestros bisabuelos, (8). Junto con ellos nos siguen los tatarabuelos, (16), y esa parentela aumenta hasta los trastatarabuelos, (32) que se van fusionando con los pentabuelos, (64).
Pero ahí no termina el linaje. Le siguen los hexabuelos, (128); después, los heptabuelos, (256); los octabuelos, (512); los eneabuelos, (1024); y finalmente los decabuelos, (2048).
Once generaciones nos llevan a una dimensión de temporalidad que abarca poco más de 4 siglos. Batallas de vida. Guerra y devastación. Asombro y contemplación en la larga noche de los tiempos.
Abnegadas madres, pícaros abuelos. Silenciosas bisabuelas que ya de tanto amarnos se cobijan en su inquieta memoria, como sagrado cofre que abren de noche cuando todos duermen.
Los restos de familia aparecen en nuestros gestos, ademanes y maneras de gesticular, de bailar y girar el cuerpo. Es el lenguaje oral nuestra antigua y única forma de adentrarnos en ese universo donde reposa nuestra herencia. Y cuando apenas comenzamos a bordear semejante entorno, entonces el silencio nos habla.
Toda esta gente ha llevado en sus genes una historia semejante. En nuestra carne y nuestra sangre transita una historia de familia, de ángulos de intimidad y reconocimiento de un espacio territorial similar. El tiempo y espacio de la vida cotidiana donde se construye en lenguaje, un código de familia que nos identifica a todos. Ese encuentro ocurrió en una choza, un tugurio, una casa, un rancho, un castillo. Un hogar. Ese único y verdadero sitio donde nos reconocemos familia.
Todo lo que somos se lo debemos a ellos, directamente. A sus desvelos, fracasos, derrotas, alegrías, tristezas, sueños y añoranzas. Cuánto miedo debieron afrontar para salir adelante y despejar el camino para que nosotros llegáramos hasta este presente. Este intenso, duro y terrible tiempo.
¿Cómo afrontar este ahora? Este tiempo en este espacio. Este territorio de la queja y del reclamo. Cuánto de este fracaso hemos heredado. También de este cielo despejado y victorioso y de claros amaneceres.
Nuestros ancestros nos han dejado su sabiduría y su deseo de vivir a riesgo de todo. Nunca ha sido mejor la vida que esta del aquí y del ahora. La de este instante que vivimos. Desesperante y de riesgos. Pero vale la pena vivirla.
Somos el resultado de una práctica de vida que ha ido gradualmente superándose y buscando en la cotidianidad, la razón de su existencia.
Esa fuerza de la herencia familiar está en todos nosotros. En ese entrelazamiento debemos agregar esas otras personas que se cruzaron en el camino de nuestros antepasados y terminaron en esa otra familia espiritual, llamada amigos.
La vida continúa y nunca detiene su marcha infinita. Nuestra herencia la seguimos multiplicando en el nacimiento, mientras la muerte es el descanso de esto que quisimos ser.
Cada uno de nuestros ancestros ha donado parte de su esencia, de su intimidad, de su sagrada existencia para darnos la posibilidad de salir al mundo. Han sido horas, días, años de un tiempo donde se labró la red de esa parentela. Cohabitaron unos un mismo presente. Otros más se juntaron en historias de un pasado eterno. Mientras un infinito futuro busca sus pares en la forja misteriosa de querer ser existencia humana.
Tanta familia que ha pasado y tanta más que vendrá. Nos hermanamos en un territorio llamado matria, que es un espacio más amplio y sagrado. Ese espiritual que nos nutre en su incesante dar vida. Allí, toda la herencia que venimos siendo se encuentra y se reconoce en su misma sangre. Pero también en sus diferencias.
Agradezcamos tanta vida a nuestros antepasados. Tanta memoria y tanto amor en la cotidiana manera de ser en la existencia de quienes siempre permanecerán viviendo en lo que somos y seremos.
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