Emprendo mi tesis con hechos recientes de la propia historia; once de abril 2002, me sirve. Aferrados a su causa, muy pocos, (tanto que la lista es cortita), mueren ahí hasta el final con el señor Chávez, rehén de traiciones-no juzgo las motivaciones-.Le son leales, unos cuantos; piden morir en incierto bombardeo que suponen les puede sobrevenir en minutos, cosa improbable, por el cerote de quienes están en la conjura.
Otros, se ocultan como ratas, cuando todo yace consumado; huyen de Palacio, al extremo que, cuando el señor Chávez entrega su suerte en manos de los militares conjurados, Miraflores queda desolada, reducida a tres gatos.
Dante Alighieri, sitúa a los traidores, en el último círculo del infierno, pues la traición es, según este, el peor pecado de todos. Puesta así las cosas, la cuestión de fondo es, por qué. La respuesta rasa: el traidor para cometer el pecado-para no alterar la cruda tesis de Dante- , se conjura primero, gana la confianza, el afecto de la víctima; y, una vez en el meandro más íntimo del sentimiento del amigo; comete el delito.
Constituido el crimen, y agotado su proyecto, pretérito el tiempo, reaparece, bien para excusarse, -Judas ante Cristo ensangrentado-; o, hasta cuando, incinerando el recuerdo de la afrenta con el amigo, se obliga a decir “siempre he sido y, seré vuestro amigo”. Ambas, actitudes, embotellan el ecosistema céntrico del traidor, cuyos troncos secos, sin el riego de la rectitud; acaba, pudriéndose en medio del ejido.
Hunden, en virtud de la deriva,- y por el vil proceder-, los límites de hombría; habida cuenta de que para profesar lealtad, ha de serse hombre verdadero. Germinan siempre, como corolario de lo enunciado, las terribles consecuencias del traidor, capaz de vender la madre propia, bien por miedo, -pues cabe registrarse cobardes son-, por el dinero sucio o por envidia.
Casi siempre, así enseña la historia, el traidor; envidia, o, teme a su víctima.
Julio César, permítanme la fastidiosa historia, 44 años antes de que el conocido Cristo conociera la traición de Judas, vive él la propia conjura de Marco Junio Brutus, al cual sólo entregó afectos, pero éste descontento con la República, -a la cual Julio César arbitra y manda-, y cediendo a sus ambiciones políticas, (envidia en oportuno resumen), clava el puñal a Julio César, y este exclama: “Tú también, hijo mío”. Después del asesinato, Brutus soporta visiones tormentosas, puesto que el traidor puede huir del mundo y el vendido amigo, pero al peso de la conciencia no podrá escondérsele.
El traidor, rebusca respiro en sus cómplices, y en práctica concluye que,-cosa incierta-, sus encubridores le respetan, aman y agradecen, en aviesa interpretación de la verdad. Lo veraz, sin embargo, es que ahora, le desprecian, sin distingos, como un ferrocarril cuyo destino es la destrucción del, traidor secuaz, en el crimen. Y, como si fuese un reloj suizo, esperan, para verle morir. Porque el traidor como-permitidme la vulgaridad- el condón usado, con sus 30 monedas de plata, ha de terminar al final por ser desechado. Sucio, como una bolsa con semen.
A la sazón, mirando el pasado con desprecio para no exorcizar sus fantasmas siempre culpables -a nuestros ojos- de su desventura por la traición, mira el traidor preocupado el porvenir, dejando en las manos de la suerte y a divina providencia su destino; pero- he ahí el pero-, también la Divina Providencia testigo de cómo colgaron, rasgaron, y trizaron el cuerpo de su hijo, el Cristo, gracias al beso de Judas, tiene destinado para estos la orca inclemente. Porque de lo único, que no tiene perdón de Yahveh es el crimen de la traición, por propio padecimiento.
No menos cierto, es que, los traidores hacen la historia, no de ellos sino de los héroes a los cuales envidian. Son, -si cabe la parábola-, tan necesarios, como los hermanos que venden a José, hijo de Jacob, que sueña con una vara ante la cual estos se arrodillan; porque en el fondo saben que esto puede ser así le ponen en manos de extranjeros, le venden como esclavo y lo dan por muerto.
Pero, pasado el tiempo, José llega a gobernar Egipto, (pueblo en manos del cual sus traidores lo ponen para que preso y esclavizado; no pueda volver a respirar) ; y llegada la maldición sobre sus hermanos, estos buscan el pan perdido ante el hermano que han traicionado, y he ahí el acicate de José: Vosotros me quisiste hacer mal, dice, pero Dios puso su traición en mi camino, y me guardó para gobernar Egipto.
En síntesis, la enseñanza que nos aportan los traidores, que pronto acabarán como todo, es que sólo la lealtad hace grande a los hombres y los impulsa a hacer patria verdadera; muy distinta a la patria de los “desleales” de aquí y de allá, repitiente de una de las peores taras que nos deja la historia: Los traidores, dicho así por mi padrino de bautizo, “cambiados por mierda, son caros”