A mediados de junio de 2016, el Partido Demócrata de EE UU confirmó que había sido hackeado por piratas rusos. Los dirigentes demócratas dieron la exclusiva a The Washington Post. En la competencia, The New York Times, el periodista David Sanger se apresuró a contarlo. Pero tenía un problema: a sus jefes no les interesaba mucho el hackeo. “Fue difícil lograr interés por parte de unos editores que dirigían la cobertura de la campaña presidencial más extraña de los tiempos modernos”, cuenta Sanger en su libro El arma perfecta. “Unos cuantos rusos trasteando en el Partido Demócrata no parecía la repetición del Watergate. La historia quedó sepultada en las páginas interiores”, añade, publica El País.
Los editores de Sanger tenían algo de razón. Los países hackean información de partidos. ¿Por qué ahora iba a ser distinto? Antes de los editores de The New York Times, los empleados del Partido Demócrata e incluso el FBI habían dado poca importancia a las sospechas de pirateo.
Ese, de hecho, es el mérito de una operación encubierta: pasar desapercibida. Dos años después, el mismo The New York Times llama a esa operación “un referente que será examinado durante las próximas décadas”. Según el exdirector de la CIA Michael Hayden, incluso se quedan cortos: “Fue la operación encubierta más exitosa de la historia”.
Según sabemos ahora, la intervención tuvo tres patas: una de ciberseguridad, con el hackeo de correos electrónicos y documentos del Partido Demócrata y su lenta filtración entre julio y octubre de 2016; otra de desinformación, con una compleja y calculada operación en redes sociales. Y la tercera, personal: contactos con miembros de la campaña de Donald Trump que pueden acarrear las peores consecuencias para el futuro del presidente si se demostrara connivencia.
Sus detalles se conocen cada vez mejor. En los últimos días, dos revelaciones han ayudado a entender cómo fue la operación en redes sociales: la primera, Twitter ha publicado una base de datos con nueve millones de tuits emitidos por las 3.814 cuentas vinculadas a la Agencia de Investigación en Internet (IRA en sus siglas en inglés), propiedad de Evgeny Prigozhin, amigo de Vladimir Putin. La segunda, el Departamento de Justicia de EE UU ha acusado a una contable rusa de dirigir las finanzas de la operación, bautizada como Proyecto Lakhta. En el informe había información nueva.
Así funcionó la campaña de interferencia informativa:
1. Un inicio anodino. Las redes sociales vivieron su época de gloria en la primavera árabe en 2011. Sirvieron para poner en contacto a ciudadanos para que reclamaran derechos y denunciaran abusos. Parecía que asomaba un nuevo mundo, pero algunos ya sospechaban que toda esa libertad podía servir también para confundir, controlar y censurar. Rusia ha sido el primero en montar una estrategia conjunta.
La operación de trols rusa empezó en su propio idioma. El Gobierno de Vladímir Putin defendía en las redes su invasión de Crimea y combatía las protestas contra la corrupción en el país. En 2015, esas cuentas empezaron a tuitear en inglés. Para lograr seguidores hablaban sobre todo de temas anodinos, según una investigación del think tank New Knowledge: los hashtags que usaban en Twitter eran #news, #sports, #politics, #local, #business, #chicago, #breaking (noticias, deportes, política, local, negocios, Chicago, última hora).
La tarea de conseguir seguidores fue fructífera en algunos casos. Una de las cuentas rusas con más seguidores fue @TEN_GOP, “el Twitter no oficial de los republicanos de Tennessee”. Tenía 129.000 seguidores cuando fue suspendida, en julio de 2017.
2. Objetivo: desconfianza. “Desde mayo de 2014, el objetivo establecido por el Proyecto Lakhta fue diseminar desconfianza hacia los candidatos a cargos públicos y el sistema político en general”, dice el informe del Departamento de Justicia.
Los trols rusos centraban sus esfuerzos en publicar noticias polarizadas: inmigración, control de armas, bandera confederal, relaciones raciales, LGBT, marcha de las mujeres. Escribían a menudo en Twitter o Facebook opiniones opuestas en un conflicto: “Las cuentas rusas en los grupos de izquierda y derecha convergían para posicionar a los medios tradicionales como instituciones que manufacturan una falsa realidad para las masas”, escribe el investigador Ahmer Arif, de la Universidad de Washington en un artículo científico.
Después de las elecciones de 2016, su foco se movió hacia fomentar todavía más la división: “Los objetivos evolucionaron y empezaron a buscar las comunidades más activas e indignadas”, escribe Ben Nimmo, del think tank Atlantic Council. Unos ciudadanos enfadados y peleados, aislados en sus propias burbujas, provocan mayor tensión interna y menos preocupación por el exterior. Rusia sale ganando porque menos gente está pendiente de sus acciones y se eleva su caché internacional.
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