San Antonio, Texas, 13 de junio de 1994. Nicholas Barclay, de trece años, juega al baloncesto en la calle con sus amigos. No está cerca de su casa…, y jamás volverá a ella. Nunca más lo vieron ni tuvieron noticias de él. Beverly denunció la desaparición a la policía, pero la búsqueda fracasó.
Tres años y cuatro meses más tarde, en octubre de 1997, un español, Jonathan Doria, llamó a una entidad norteamericana de niños desaparecidos:
–Aquí, en Linares, hay un joven que dice ser Nicholas Barclay, y cuenta una historia terrible… Dice que fue raptado por una mafia de esclavos sexuales, y que logró escapar de milagro.
Ha entrado al escenario Frédéric Bourdin. El gran impostor. El camaleón, como sería llamado con absoluta justicia. Su historia empieza en 1974, año de su nacimiento, en Nanterre, Altos del Sena, Francia. No existen precisiones de mes y día… Su madre sufre trastornos psíquicos, y su padre, Kaci, un inmigrante argelino, huye antes de conocerlo.
Criado por sus abuelos, no tarda en escapar. Destino: París.
De cuerpo magro, pelo oscuro y ojos marrones, es un niño vagabundo más en las calles de la Rive Gauche. Pero con una extraña personalidad: un embaucador patológico de asombrosa (y precoz) habilidad para hacerse pasar por otro…
Antes de cumplir 18 años ya se ha enredado con la policía por simular identidades de niños desaparecidos cuyos nombres aparecen en los diarios. No hay registro de delitos: no roba. Sólo miente por placer. En todo caso, según cualquier manual de psicología, “por disconformidad y rechazo hacia su existencia”. Y según él cada vez que es interrogado por la policía –cargo: vagancia–, “para hacerme querer”.
Y está a punto de dar su golpe maestro…
En España jura que es Nicholas Barclay, aquél chico que desapareció en San Antonio, Texas, sin dejar rastros, e insiste en narrar con detalles los atroces castigos de sus años como esclavo sexual: “violaciones, golpes, quemaduras de cigarrillo, rotura de huesos”.
Su hermana viaja a España. Espera encontrar a un Nicholas original, rubio y de ojos celestes, pero se topa con alguien muy distinto. Poco escollo para Bourdin: “En ese lugar hacían experimentos horribles. Me inyectaron algo en los ojos que me cambió el color, y también me hicieron algo raro en el pelo”.
Sin duda, su hermana lo vio más con el corazón que con la razón, y creyó en el milagro: ¡Nicholas estaba de vuelta! Y también de vuelta en la casa de los Barclay, en Texas, donde vivió en familia casi cinco meses: hasta el 6 de marzo de 1998. Compartiendo mesa, cama, paseos, afectos…
En realidad, los Barclay nunca aceptaron la historia del todo. Pero ese Nicholas, entonces de 17 años, narrando el horror padecido en esa red de prostitución infantil y agradeciendo día a día su resurrección y el amor que lo rodeaba… esfumaba cualquier sospecha. Como en los actos de magia, y dicho por los propios magos, “la gente cree en lo que quiere creer: más en la ilusión que en la verdad”. Tanto, que Beverly, madre de un hijo apócrifo, se negó tenazmente a la prueba de ADN. “¡Es mi hijo! No tengo porqué dudar”, gritaba.
Pero el FBI estaba detrás del caso. En noviembre de 1997, una agente especial, Nancy Fisher, se reunió con el impostor y le exigió que contara “con sus propias palabras” –clásica fórmula– todo lo ocurrido: secuestro, cautiverio, escape… Para Bourdin, un papel estelar.
Divagó como nunca. “Me secuestraron militares extranjeros de alto rango. Me metieron en una camioneta. Después me llevaron en avión, con doce chicos, a otros lugares. Nunca supe dónde estaba. Los niños éramos violados por hombres, y si nos negábamos nos clavaban agujas en los ojos. A mí me quebraron la mano derecha con un bate de béisbol, el pie izquierdo con un fierro, y con un líquido me cambiaron el color de los ojos. Pude escapar porque no cerraron bien la puerta de mi celda, y ya libre descubrí que estaba en España”.
Casi al mismo tiempo, Charles Parker, el detective privado que contrató un productor de tevé que planeaba un programa especial pero evitando el riesgo de un fraude, usó el Photoshop para comprobar si las orejas del supuesto Nicholas coincidían con las del chico desaparecido. Usó una foto del auténtico y comprobó que eran diferentes.
Informó a la agente Fisher, pero ella ignoró el resultado
Por supuesto, la historia fue “carne fresca sobre la mesa”, como les gusta decir a los muchachos de la prensa. Y la engulleron hasta la saciedad. Exhibición pública que sería el principio del fin.
Los directivos de otro canal de tevé contrataron a un detective que empezó a desenredar la madeja, y el FBI, por fin y dudando también de la identidad del reaparecido fantasma, obligaron a Bourdin a la prueba de ADN… ¡ y el castillo de naipes se desplomó! El impostor fue condenado a seis años de cárcel por “perjurio y falsedad de documento”.
Año 2003. El camaleón termina su condena. Vuelve a Francia. Y a las andadas. Como en la fábula de la rana y el escorpión, no puede renunciar a su naturaleza…, y adopta la identidad de Leo Balley, desaparecido en 1996 a los 14 años. Pero fracasa: Interpol, alerta y mediante el ADN, le desarma la carpa del circo. Cuatro meses de prisión…
Pero no cesa. Al año, en España, se hace pasar por Rubén Sánchez Espinosa, un chico de 14 años cuya madre murió en los atentados terroristas yihadistas contra cuatro trenes en los alrededores del centro de Madrid. Fraude de poca vida: la policía lo atrapa y lo envía a Francia.
Nuevo intento: 2005 y en el mismo escenario. Se convierte en Francisco Hernández Fernández, de 15 años y padres muertos en un accidente de tránsito. Que, según su imbatible fantasía, “yo sufrí quemaduras y heridas cortantes, huí de un tío que vivía en Francia y me maltrataba, y no tengo dónde ir”.
Se apiadan, le creen, y lo reciben en el Centro de Acogida Vincent de Paul, y luego en el Instituto Jean Monet, donde le permiten llevar gorra día y noche (“por mis quemaduras”, dice)…, pero que en realidad es para ocultar una calvicie que avanza sin remedio.
¿Cómo logra disimular su edad? Porque a pesar de su cuerpo menudo y su aspecto juvenil, ronda los 30 años: el doble que los niños desaparecidos que elige para su enfermiza comedia.
Nada es difícil para él. Se depila brazos y piernas, y usa toda clase de cremas similares para borrar la sombra de la barba. Además, oculta cabeza y cara con gorras, bufandas, anteojos, vendajes sobre imaginarias cicatrices…
Le va muy bien en el Jean Monet. Es más: se ha hecho popular entre alumnos y profesores por su simpatía e ingenio verbal. Pero una noche, una jefa ve por televisión un programa en el que hablan de Frédéric Bourdin, el hombre–camaleón… La jefa informa a la directora, ésta a la policía, y el hombre de las mil caras se rinde:
–Sí. Soy yo.
A medida en que se descorren todos los velos de su historia, el asombro es mayor. Ha fingido y hurtado identidades desde niño. Jura que a lo largo de su raid “llegué a inventar más de quinientos nombres y personajes en más de doce países”. Suena exagerado. Los números parecen no cerrar. Pero lo cierto es que para semejante fabulista no fue difícil conseguir documentos falsificados e inspirar piedad con sus historias allí donde recalaba…
Como los asesinos seriales que desafían a los investigadores con el juego del gato y el ratón –una competencia, en fin–, Bourdin dobla la apuesta en un juego de ajedrez donde se imagina como Gran Maestro…
El 8 de agosto de 2007, a sus 44 años, se casó con Isabelle, francesa. Tienen tres hijos. Un año después, David Grann, columnista de la revista The New Yorker, le preguntó:
–Ahora que es marido y padre, ¿se ha convertido en una nueva persona?
–No. Soy éste.
–¿Por qué hizo lo que hizo?
–Porque buscaba amor, afecto, atención. Todo lo que me faltó. Por eso muchas veces fingí ser huérfano.
Su vida ha inspirado un documental y una película de ficción. El cuerpo del verdadero Nicholas Barclay nunca fue encontrado. Jason, el hermano mayor que se negó a ir a buscarlo, era vago y drogadicto, y murió por sobredosis antes de conocer al Nicholas apócrifo.
(Post scriptum. Es cierto: la historia de Frédéric Bourdin, para muchos, es difícil de creer. Arroja más interrogantes que respuestas. Presenta huecos. Y extrañamente, no es la historia de un delincuente: un ladrón o un asesino. En todo caso, se trata de una inclinación obsesiva a “ser otro” como rechazo a una niñez desdichada, aunque esto parezca la cómoda simplificación de una maraña más compleja. Pero verosímil. Y si alguien duda de ello, que recuerde la historia de Frank Abagnale Jr., que antes de sus 19 años logró millones de dólares simulando ser piloto de Pan Am, médico, abogado, profesor…, por su alucinante habilidad para falsificar cheques y su capacidad de mimetismo.
Y no es un personaje de ficción. Existió, fue llevado al cine en 2002 por Steven Spielberg, y encarnado por Leonardo DiCaprio. El agente federal que logró cortar su raíd fue Carl Hanratty (Tom Hanks en el film). Y el FBI lo reclutó por su habilidad y experiencia para detectar falsificaciones y fraudes bancarios. A su lado, Frédéric Bourdin fue un aprendiz. Una sombra…)