La travesía de cinco músicos venezolanos que llegaron a Colombia

La travesía de cinco músicos venezolanos que llegaron a Colombia

Cinco músicos venezolanos en Colombia / Foto El Tiempo

 

Cinco historias unen a estos instrumentistas venezolanos en Colombia que debieron salieron de su país por la crisis.

Por Juan David López Morales / El Tiempo





Leer la historia de todos es descubrir poco a poco cómo los personajes se encuentran y cómo, pese a que cada uno tiene su propia versión, pueden tener en común mucho más que la situación de músicos migrantes.

 

Razones para irse

Se pone nerviosa. Las manos le tiemblan mientras recuerda. Sentada en un mueble en la sala del apartamento donde vive hace tres semanas en Bogotá, cuenta que decidió irse de Venezuela por lo que pasó esa noche. Cuando la atacante ya se había ido, un corrillo de vecinos curiosos y preocupados rodeó a Yoliana y uno de ellos, médico, le hizo un torniquete de urgencia. “¡Mi carrera! ¡Mi carrera!”, gritaba al ver la herida abierta en su antebrazo.

Yoliana es flautista. Casi no podía mover los dedos. Los contraía, pero no era capaz de levantarlos. Por eso consultó, esa misma semana, al médico especialista del Sistema Nacional de Orquestas de Venezuela, quien le dijo que la desconocida le había cortado tendones. El susto cuando escuchó el diagnóstico fue más profundo que el shock que le produjo el ataque. El corte lateral del cuchillo, astillado y oxidado, rompió totalmente el tendón del meñique y lesionó los tendones del anular, el índice y el pulgar.

En aquel entonces estaba superando el pánico escénico, ya se había recuperado de una epicondilitis lateral que le impidió estudiar su instrumento varios meses, cinco años atrás y había comenzado dos veces su carrera, desde cero. Nada de eso habría valido la pena si no podía volver a tocar. Si no se operaba antes del domingo siguiente, perdería la movilidad de forma definitiva.

 

Un flautista en un call center

Suenan canciones de Shakira y J Balvin. Los dedos golpean los teclados y algunas monedas caen dentro de la máquina de comida empacada. El ruido externo es interrumpido por el pito en los auriculares, que anuncia una nueva llamada. Todos hablan, pero no todos entre sí. Los acentos de colombianos y venezolanos se camuflan entre respuestas en inglés y español.

Fernando Martínez trabaja en un call center, y ese es el ruido que lo rodea siete horas y media, seis días a la semana, en las oficinas que quedan en el occidente de Bogotá. Es egresado del Conservatorio de Música Simón Bolívar, de Caracas, y hasta noviembre del año pasado fue flautista de la prestigiosa Orquesta Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolívar, a la que ingresó 10 años atrás, en 2007, como uno de los integrantes más jóvenes bajo la batuta del director venezolano Gustavo Dudamel.

Sus recuerdos viajan miles de kilómetros, hasta Puerto Ordaz, oriente de Venezuela, donde creció y tuvo una flauta traversa en sus manos por primera vez; luego hasta Caracas, donde vivió una década de días tristes y felices, y regresan a su presente. Es un sábado soleado de agosto en Bogotá. Fernando tiene 27 años de edad. Lleva una chaqueta café de tela, cerrada hasta el pecho, sobre una camiseta blanca de cuello redondo. A las 2:30 pm comienza su turno en Teleperformance, el call center donde brinda soporte técnico desde mayo de este año. Mira el reloj. Todavía faltan unos minutos. El viento silva a las afueras del supermercado Oxxo donde se toma una bebida energizante. Le gusta el frío, aunque en Bogotá a veces “es demasiado”. Termina su bebida, deja la silla, acomoda un morral negro a su espalda y se va a trabajar.

 

Dos luises en TransMilenio

Un bus rojo frena. Las puertas de la estación se abren con dificultad. Un ‘cardumen’ de gente se amontona para entrar. La alarma suena como una sirena que acelera el paso de los rezagados. Las puertas eléctricas se cierran con un golpe seco. El motor lanza un bramido y el bus arranca. La ruta C84 de TransMilenio sigue su recorrido habitual, cuando Luis Fernando Amundarain y Luis David Rodríguez terminan a bordo su jornada de trabajo, entre las estaciones Suba/Calle 100 y 21 Ángeles, en el noroccidente de Bogotá.

Saludan a los pasajeros. Luis Fernando, de 21 años de edad, anuncia “un poco de música”. Sentado en una caja flamenca, mira a Luis David, de 20 años de edad, quien se apoya sobre una de las barras verticales amarillas, su único soporte para tocar con alguna comodidad el fagot. El repertorio comienza con “Tico tico”, una canción brasileña, continúa con un popurrí de “El chavo del 8” y termina con una cumbia, “Colombia, tierra querida”. Unas 15 o 20 personas aplauden, de las cuales cuatro o cinco que les pagan. El bus vuelve a frenar. Son las 5:30 pm de otro sábado.

De las decenas de venezolanos que trabajan en TransMilenio, Luis Fernando y Luis David son los únicos fagotistas. Ese escenario de buses y estaciones, inusual para un instrumento europeo cuyo espacio natural son las orquestas sinfónicas y los teatros de conciertos, ha sido para ellos una oportunidad desde que llegaron a Bogotá, en febrero de este año.

 

La oportunidad que los trajo a Colombia

Una promesa convenció a Leonardo de irse del país antes de lo que tenía planeado. La alegre melancolía con la cuenta que ingresó al Sistema a la “avanzada” edad de 17 años de edad, que fue admitido en el Conservatorio Simón Bolívar al año siguiente, cuando apenas llevaba ocho meses tocando flauta traversa, que la natación que practicó por dos años le ayudó a tener una mejor columna de aire en el instrumento, que dejó una carrera de ingeniería mecánica en el quinto semestre para ser músico a pesar de la resistencia de sus padres, y que en noviembre del año pasado decidió estudiar cocina junto con su hermano mayor, esa alegre melancolía, se convierte en decepción cuando empieza a hablar de lo que le pasó cuando llegó a Bogotá.

Su nombre es Leonardo José Plaza Sánchez. Le dicen Leo, tiene 26 años de edad y dice que es de “buen humor y mal chiste”. La mamá de Leo, bogotana, vive en Venezuela hace 40 años de edad. Antes eran los colombianos quienes emigraban hacia ese país, hasta que la actual crisis humanitaria venezolana invirtió el flujo. En Colombia, las autoridades de migración calculan que más de un millón de venezolanos han llegado en los últimos años al país. También han regresado algunos colombianos, como Jorge, el tío de Leo, quien lo llamó a comienzos de abril para proponerle que se fuera para Colombia a trabajar con él.

Jorge salió de Venezuela un par de meses antes, con el objetivo de montar un restaurante en Bogotá. En abril, el restaurante ya funcionaba. Qué mejor que invitar al sobrino que estudiaba cocina a que se sumara a la empresa y, de paso, buscara mejores oportunidades que las que le ofrecía su país en ese momento.

Leo lo pensó. Le faltaban seis o siete meses para graduarse y por eso, en principio, prefería esperar. Pero Jorge le hizo una propuesta con la que lo convenció de viajar esa misma semana: no solamente le iba a pagar un sueldo, también le iba a ayudar a estudiar, bien fuera cocina, música o lo que quisiera.

Suspira. “Una de las cosas que yo siempre he querido ser es músico. Ese va a ser mi sueño toda la vida. Yo me considero músico, pero quisiera tener un conocimiento muchísimo más amplio y un papel que lo certifique cuando audicione a cualquier orquesta”, dice.

El 10 de abril, después de dos días de viaje, Leonardo llegó a Bogotá y comenzó tres meses de jornadas laborales de domingo a domingo, de 6:00 am a 11:00 pm, con un par de horas de descanso en la tarde. Pero su salario no se veía. Como vivía con su tío, este le descontaba el arriendo. El restante, le decía, no lo tenía aún. De vez en cuando le daba dinero para que cubriera necesidades inmediatas y también se lo descontaba.

Tres meses después, Jorge se regresó a Venezuela, para los grados de una de sus hijas, no sin antes decirle a Leo que tenían que desalojar el apartamento y que no podía trabajar más en el restaurante porque lo iba a entregar a otra administración. No planeaba volver.

Leo quedó fuera de base, no solo por lo que le quedó debiendo, calcula que fueron 1.600.000 pesos, sino también porque dos meses antes convenció a Yoliana, su novia, de viajar y quedarse con él en Colombia. En ese momento, la relativa seguridad con la que llegaron, cada uno en su momento, se esfumó.

 

Un joven talento fuera de lugar

-Tu maestro me llamó, que tuviste la mayor puntuación de la audición. Estás en la Orquesta.
-¿Por qué le dijiste? ¡No va a poder dormir!

Era una noche de febrero del 2007. Fernando viajaba en bus de regreso desde Caracas hacia Puerto Ordaz, y al otro lado del teléfono su mamá regañaba a su papá por contarle que lo habían aceptado en la Simón Bolívar, la forma corta para referirse a la orquesta. “Sí, tuve un poco de insomnio”, reconoció Fernando. Estaba impresionado, feliz y preocupado. ¿Qué iba a hacer, si todavía le faltaban ocho meses para terminar el año escolar, y un año más para terminar la secundaria?

Aunque Fernando comenzó a tocar flauta en 1999 en el núcleo de Puerto Ordaz del Sistema de Orquestas y Coros de Venezuela (para todos, el Sistema, a secas), fue la llegada del director Rubén Capriles en 2005 lo que lo empezó a dirigir hacia Caracas. Dice que en el estado Bolívar ya no había quién le enseñara.

“Cuando yo estaba ‘chamito’ era demasiado aburrido. Estaba entre el colegio y la orquesta, pero no veía avances. Era muy monótono”. Por eso, viajaba cada 15 días para recibir clases en Caracas, hasta que los maestros de Caracas empezaron a viajar a Puerto Ordaz. Fue entonces cuando conoció a José García, quien lo preparó para la audición que consistía en siete solos de orquesta, dos conciertos de flauta, además de cinco solos y un concierto para flauta piccolo o flautín, recordó Fernando en la mañana de un jueves de agosto, sentado en el suelo frío de la sala del apartamento donde vive ahora.

Cuando comenzó en la Simón Bolívar, pasó de sentirse como un “bicho raro” en Puerto Ordaz, una ciudad industrial y minera donde ser músico no ofrecía mayor prestigio, a vivir solo en Caracas, donde era el chico nuevo y extraño.

“Yo era una persona muy insegura. La gente del colegio era muy cerrada, y obviamente no se veía mucha gente del interior. Todos eran de Caracas. Era súper difícil socializar, ¿sabes? Pasé ese año prácticamente solo, pues”. Termina la frase con el susurro que convierte las eses finales en jotas aspiradas: ‘puej’. “Nunca me llevé bien con gente sifrina, de dinero, pues”.

En los años siguientes, habría de encontrar su lugar en el mundo, su zona de confort. Primero, en el 2008, ingresó a la Universidad Central de Venezuela a estudiar licenciatura en comunicación social y allí encontró “gente de muchos entornos y condiciones”. Al mismo tiempo, seguía como flautista de la Orquesta y avanzaba en su carrera musical en el Conservatorio de Música Simón Bolívar. Luego, en el 2010, conoció a Francisco, o Frank, como le dice. “Empezó toda una historia para mí. Aprendí muchas cosas con él, aprendí a conocerme más, aprendí a cocinar… Lo malo fue que tuve que decírselo a mis papás”.

Fernando perdió contacto con su familia, sobre todo con sus padres, durante tres años, desde el 2012, cuando les contó. “Pasé por una depresión muy fea”, dijo, y explicó que no se debió solo al distanciamiento familiar, sino también a que su relación con Francisco pasó por un momento difícil. Con tiempo y terapia sicológica superó la depresión. Aunque en 2015 su familia le volvió a hablar, Fernando lamenta el tiempo perdido. Pasaron juntos la navidad de ese año y la de 2016. A la siguiente, él y Francisco ya estarían radicados en Colombia.

 

Lea el trabajo completo en el diario El Tiempo