Caracas. A un paso de la Navidad, es poco lo que se vislumbra de la otrora Caracas decembrina. Las calles inexpresivas, desprovistas del jaleo propio de la temporada, son el retrato de la Caracas más desabrida, de la ciudad deprimida. Las vitrinas apagadas, sin el galanteo de la época, son la prueba de una economía desecha por la hiperflación. No hay guirnaldas ni bambalinas, tampoco estrenos ni quien los compre. Y a la ciudad, coinciden quienes se aseguran transeúntes, le faltan noches seguras para mostrar cualquier pretensión de festividad. Tal vez sea por esa razón que el ornado se enciende a plena luz del día. Así lo reseña cronica.uno
Por Julio Materano
En las salas de prueba de las zapaterías y tiendas de ropa el pesimismo sopla con mayor fuerza. En el centro de la ciudad, donde la Navidad parece tener circunscripción, los transeúntes jadean el desánimo. Allí la temporada se ciñe solo al Pasaje Linares y a toda la cuadra San Jacinto, una porción de ciudad que presume con echonería el brillo y luminosidad de una temporada que, para las familias más empobrecidas, luce extraviada, distante.
En la avenida Universidad, donde los pensionados se agruman en las puertas de las entidades bancarias, el ambiente despide cierto aire de parodia, de burla. Para algunos jubilados, que aguardan en la cola para retirar lo que les queda del mes, es el sarcasmo y la ironía de un Gobierno que fuerza a sus residentes a celebrar en público. Luisa Méndez, una octogenaria que dice estar acostumbrada a las hallacas de masa fina y relleno gordo, lamenta su situación y la de todos los que aguardan en la fila. Piensa retirar lo que le queda de aguinaldo. No para comprar pasas o aceitunas, lo hace para comprar la Atorvastatina y el resto de los medicamentos que necesita. Dos de sus nietos se fueron en agosto y hace dos días despidió al menor de sus dos hijos.
La cola para entrar al banco es larga, como la sarta de lamentos de quienes insisten en hacer su propio diagnóstico de país, uno que, por cierto, coincide en el aumento del queso, los huevos y del transporte público. “Todo está muy caro y no hay sino para comer lo del día. Quién va a celebrar con esta situación tan crítica. Las familias están desmembradas y los viejos que quedamos en casa no tenemos agua ni para bañarnos con tobito”, comenta Luisa.
No solo en la Av. Universidad, donde la alcaldía de Libertador fuerza la pascua a todo color, hay luz. La administración de Érika Farías también se esmeró en el ornato de la Bolívar, Urdaneta, parte de El Silencio y de la parroquia Catedral, la predilecta de todas. A juzgar como se ven la Plaza Bolívar, la fachada del Gobierno del Distrito Capital y la Casa Amarilla el centro se roba la atención. Sin embargo, para Lorenzo Díaz, un comerciante que vive de vender obleas en el centro, la Navidad luce forzada, fingida. A las 6:00 de la tarde, cuenta, todos caminan presurosos hacia las estaciones Capitolio y La Hoyada.
“La gente solo quiere llegar a su casa, ver cómo consigue un autobús para no quedarse varado”, dice, mientras rellena una oblea desnuda. La imagen que Lorenzo tiene de la ciudad, es la de una urbe afantasmada, idéntica a la que le toca vivir: una urbe desolada y sin opciones de entretenimiento. “En Pérez Bonalde, donde vivo, no se ve ni el cabo de una vela prendido. Aquello es una boca de lobo”, agrega. Los vecinos, comenta, apenas distinguen la luz oxidada que se escapa de la estación de Metro.
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