El 24 de noviembre de 1991, un día después de haber hecho el anuncio público de su grave estado de salud, el líder de Queen, Freddie Mercury, murió. En esas últimas horas, además de haber hablado del virus del VIH y la enfermedad del sida ante un mundo que lo necesitaba —por entonces era un problema que, además del cuadro médico, imponía sobre las víctimas un estigma social—, pensó también en los otros más cercanos a él, recordó Elton John.
En su libro Love is the Cure: On Life, Loss and the End of Aids (El amor es la cura: sobre la vida, la pérdida y el fin del Sida), el músico británico, contemporáneo y amigo de Mercury, recordó una historia que sólo se reveló luego de la muerte del cantante.
El fragmento:
Freddie no hizo público que tenía sida hasta el día antes de su muerte, en 1991. Aunque era ostentoso en escena —un líder electrizante, a la altura de [David] Bowie y [Mick] Jagger— era un hombre intensamente reservado fuera del escenario. Pero Freddie me dijo que tenía sida poco después de que lo diagnosticaran, en 1987. Quedé devastado. Había visto lo que la enfermedad les había hecho a muchos de mis otros amigos. Sabía exactamente qué le iba a hacer a Freddie. Como sucedió. Él sabía que la muerte, una muerte atroz, se avecinaba. Pero Freddie era increíblemente valiente. Mantuvo las apariencias, siguió presentándose con Queen y siguió siendo la persona divertida, extravagante y profundamente generosa que siempre había sido.
Freddie se deterioró a finales de los 80s y comienzos de los 90s; casi fue demasiado para soportar. Me rompió el corazón ver cómo el sida hacía estragos en esta luz que brillaba sobre el mundo. Hacia el final, tenía el cuerpo cubierto por lesiones del sarcoma de Kaposi. Estaba casi ciego. Estaba demasiado débil como para levantarse siquiera.
Sin discusión, Freddie debería haber pasado esos días finales únicamente preocupado por su propio confort. Pero él no era así. Realmente vivía para los otros.
Freddie había muerto el 24 de noviembre de 1991, y semanas después del funeral yo todavía lo lloraba. El día de Navidad me enteré que Freddie me había dejado un testimonio final de su altruismo. Yo seguía con cara de amargado cuando un amigo apareció en la puerta de mi casa y me dio algo envuelto en una funda de almohada. Lo abrí, y adentro había una obra de uno de mis artistas favoritos, el pintor británico Henry Scott Tuke. Y había una nota de Freddie.
Años antes, Freddie y yo nos habíamos inventado sobrenombres mutuamente, nuestros alter egos en versión drag queens. Yo era Sharon y él era Melina. La nota de Freddie decía: “Querida Sharon, pensé que esto te gustaría. Con amor, Melina. Feliz Navidad”.
Me sentí abrumado; tenía 44 años en ese momento y lloraba como un niño. Ahí estaba ese hombre hermoso, muriendo de sida, y en sus días finales de algún modo se las había arreglado para encontrar un regalo de Navidad encantador para mí. A pesar de la tristeza del momento, suele ser en lo que pienso cuando recuerdo a Freddie, porque captura la naturaleza del hombre. Muerto, me recordó qué lo hizo tan especial en vida”.