El problema principal de la sociedad venezolana no radica en el hecho de que estemos atravesando el desierto. De igual forma, quizás, el largo tiempo que ha durado tan penosa travesía sea tampoco el asunto de mayor trascendencia, si la medición que intentemos al respecto la planteamos en términos históricos, que no individuales. En esto último, por supuesto, el juicio de lo vivido debe matizarse adecuadamente para reflejar con propiedad la magnitud de las desgracias experimentadas. Para muchos de nosotros, el sufrimiento ha sido inconmensurable, irreparable, inconsolable. Verbigracia, el dolor de los incontables muertos que han quedado en el camino despedaza hoy el corazón de sus familias y al infinito seguirá horadándolo. Inmoral olvidar que, mañana en la noche, esas familias sentirán como nadie la soledad de la vida frente al vacío que se les abre; vacío imposible de llenar. Lo más grave es que en estas casas se constatará, nuevamente, que en muchos círculos sociales no hay recuerdo, honra ni respeto alguno por estas pérdidas. El desinterés, la indolencia, la cobardía, la rastrera satisfacción en el menudeo bochornoso, la defensa de intereses bastardos, son conductas infames que pululan en estos parajes del mundo.
El problema principal es si, de una buena vez y para siempre, hemos comprendido que ninguna tierra prometida existe per se, razón por la cual, por más que andemos y andemos, el oasis refrescante no necesariamente se encontrará al final del camino. El problema principal es si, de una buena vez y para siempre, hemos entendido, con todo lo que ello implica, que las tales tierras prometidas son sólo verdad cuando los pueblos las construyen palmo a palmo, con denuedo sostenido e incansable, y que en ese trabajo, precisamente, descansa una de las más hermosas maneras de dignificar al hombre y glorificar al ser supremo en que se crea. El problema principal es si, de una buena vez y para siempre, hemos aprendido que es imprescindible proyectar con antelación y claridad las características y contenidos de la tierra que anhelamos porque, de lo contrario, indiferente será el punto de llegada y desastrosa puede ser la contraprestación obtenida a la dureza de haber caminado por el desierto.
Por eso, con modestia no fingida, me atrevo a desearme y desearle a mis compatriotas, que el año que ya toca a las puertas, sea tiempo para que soñemos lo que hay que edificar y lo hagamos sin las ínfulas de la imbecilidad por décadas practicada, al ser botarates y jactanciosos a partir de supuestas riquezas que en verdad nunca hemos tenido, porque cuando se aprovecha lo que no se ha producido nunca se es próspero, sólo se demuestra la idiotez del nuevo rico insoportable. Es decir, que soñemos lo que verdaderamente vale la pena soñar y lo hagamos con los pies puestos sobre la tierra, para que así no nos estanquemos en el mero reacomodo individual que bajo la consigna de repensarnos se traduce en el minúsculo deseo personal de lucrar con y en la crisis que atravesamos.
Que pensemos un país donde el orgullo sean los libros, no las armas. Un país donde el disenso sea bienvenido, no castigado. Un país dirigido por el conocimiento, no por la orfandad de ideas que distingue a los iletrados. Un país donde la política sea vocación de servicio, no excusa para el enriquecimiento instantáneo. Un país construido sobre bases científicas y éticas, no sobre consignas desgastadas, hueras, hipócritas, ridículamente patrioteras. Un país donde la inteligencia sea el modelo a seguir, no el comportamiento del arrogante que prevalido del poder humilla y veja a la sociedad entera. Un país donde el vocablo «marginal» sea la condición a superar con el concurso de todos, no insulto propinado por quienes se engañan al vestir de marca. En otras palabras, un país de verdad, no la opereta montada por fracasados de poca monta, sean revolucionarios o de ocasión.
Que el año por venir sea el tiempo de los sabios y los justos, no de los malvados que trocaron el verdor en aridez.
@luisbutto3