Desde el 17 de abril de 2018, Nicolás Maduro quedó formalmente suspendido, por mandato de ley, en el ejercicio del cargo de presidente e inhabilitado para desempeñar cualquier destino público. Esta decisión fue emanada por el Tribunal Supremo de Justicia en el exilio luego de considerar que había méritos suficientes para enjuiciarlo por la comisión de delitos de corrupción y legitimación de capitales. Por tanto, los magistrados declararon la vacante absoluta en el poder ejecutivo nacional y la nulidad de todos los actos que este hiciera a partir de la fecha señalada.
Esta es parte de la sentencia, de mayo 2018, que sustenta la decisión de la Asamblea Nacional y la comunidad internacional para desconocer a Maduro a partir del 10 de enero, fecha prevista en la Constitución para la juramentación del presidente y el comienzo de un nuevo período de gobierno.
Otro agravante que adereza su ilegalidad e ilegitimidad proclamada por la oposición está plasmado en la sentencia del mismo TSJ, de julio del año pasado, donde se señala que “en franca rebeldía al orden constitucional vigente, Nicolás Maduro ha incurrido en la inobservancia de su juramento de cumplir con las normas y leyes venezolanas, cuando el 20 de mayo de 2018 participó en un espurio proceso que un sector del oficialismo se atrevió a calificar temerariamente como ‘electoral'”. Aparte de que estaba inhabilitado para cualquier cargo público mientras se adelantaban las investigaciones en su contra, la convocatoria al referido proceso fue inconstitucional porque su convocante, la asamblea nacional constituyente, no tenía autoridad para hacerlo.
Esta es la ruta trazada por la Asamblea Nacional, el único poder reconocido internacionalmente. La dio a conocer su nuevo presidente, Juan Guaidó, durante su juramentación el pasado 5 de enero. La avalan las decisiones jurídicas del TSJ en el exilio, la Asamblea Nacional y la Fiscalía encabezada por Luisa Ortega Díaz, y respaldada por el Grupo de Lima y el Parlamento Europeo, entre otros.
Entonces, ¿qué sigue? Si los pasos que se han dado se sustentan en las referidas sentencias, entonces debe aplicarse su dictamen que señala que “ante el vacío de poder, el llamado a ocupar la primera magistratura nacional es el presidente de la AN hasta que se puedan celebrar elecciones presidenciales previo nombramiento de nuevos rectores del CNE, depuración y actualización del Registro Electoral y voto manual, entre otras condiciones mínimas necesarias”. Dicho esto, la usurpación de poder se daría desde el mismo momento en que Nicolás Maduro pretendiera juramentarse para el cargo porque, a interpretación de las órdenes emanadas por el TSJ en el exilio, el acto constituiría un intento por apoderarse de algo que no le corresponde.
Si bien lo que está planteado hoy, con todas sus características, no está contemplado en la Constitución, se toma como analogía el primer aparte del artículo 233 que reza que “cuando se produzca la falta absoluta del presidente (a) electo antes de tomar posesión, se procederá a una nueva elección universal, directa y secreta dentro de los 30 días consecutivos siguientes. Mientras se elige y toma posesión el nuevo presidente (a), se encargará de la presidencia de la República el presidente (a) de la Asamblea Nacional”.
Soy firme creyente que mucho de este camino intrincado nos lo hubiésemos ahorrado si las organizaciones políticas hubiesen acordado un candidato único para las elecciones del pasado 20 de mayo. Por mucha trampa que hiciera el gobierno, con una votación masiva y la cobertura de todas las mesas electorales, era imposible que manipularan esos 11 millones de votos que se sumaron a la abstención. Pero ni modo, lo hecho, hecho está, y ahora debemos tirar hacia adelante. Todos, en unidad, debemos sumarnos a la misma estrategia. No hay espacios para los reproches ni enfrentamientos.
¿Es posible aplicar los pasos correspondientes sin el respaldo de la Fuerza Armada? No lo se. ¿Es viable transitar esta ruta constitucional en contra de un gobierno autoritario sin tener ningún organismo de la fuerza pública a favor? No lo se. Lo cierto del caso es que debo entender que el camino que se seguirá a partir del 10 de enero está avalado por todos los factores políticos de oposición que hacen vida en el Parlamento. Debo entender también que es una posición unánime, lograda en un consenso nacional, en unidad, lo que debería garantizar que todos trabajemos bajo las mismas premisas, sin puñaladas traperas. Y lo que más le pido a Dios es que, de lograrse la victoria, podamos ponernos de acuerdo y llevar un candidato único a lo que sería el proceso electoral más trascendental de nuestra historia. No habrá tiempo de primarias, sólo de consenso. No lograrlo sería el mayor papelón de nuestras vidas.
Gladys Socorro
Periodista
Twitter: @gladyssocorro