En modo alguno puede evaluarse de manera adecuada el significado, alcances y consecuencias de un hecho por demás relevante como la visita al país de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, cuando dicha evaluación se adelanta desde la atalaya de las posturas tomadas de antemano en torno a la misma. En esas condiciones, de hecho, la pretendida evaluación, amén de inoportuna, es irrelevante, en tanto y cuanto deviene tendenciosa y sectaria, ya que su objetivo real está en mucho alejado de la obligatoriedad de desentrañar la verdad detrás del asunto y en mucho cercano al deseo de reafirmar lo que el opinante previamente vaticinó sobre la ocurrencia de tal visita.
Al concretarse apegadas al guión descrito, tales opiniones están genéticamente imposibilitadas de aportar grados satisfactorios de comprensión acerca del proceso cuyo desarrollo condujo a que la visita en cuestión se produjera y acerca del proceso que ciertamente habrá de desencadenarse, concretada ya como aquélla lo fue. A decir verdad, las opiniones enmarcadas en el improductivo modelo señalado resultan ingredientes de un patético concurso donde, por un lado, los jugadores conforman una comparsa de egos malhadados y desaforados, incapaces y desatendidos de medir el impacto que generan en términos de opinión pública y estímulo del comportamiento de grupos sociales, y donde, por el otro, el miserable triunfo a obtener se mide por las veces en que cada uno de los participantes pueda gritarle al mundo la infeliz y vacua frase «te lo dije».
Meras profecías auto-cumplidas que, como todos los augurios, al darse a conocer, jamás van dirigidos a poner el acento en lo sustantivo y/o trascendente de la realidad, sino a ensalzar, a como dé lugar, las reputaciones de los oráculos involucrados en el aquelarre, hábilmente construidas a punta de artimañas. No en balde, la cofradía conformada por avispados adivinadores vive de urdir amañadas e indescifrables lecturas del presente y del futuro. En este punto, el aprendiz de mago no necesita tarjeta alguna de presentación donde aclare que su profesión es la de nigromante. Se le reconoce por la rimbombancia en el discurso, el cual siempre comenzará con el consabido «como ya lo habíamos alertado», etcétera, etcétera.
En buena medida, el comportamiento y la actitud descritos son parte de la desgracia que asola al país y cuentan entre las causales que retardan el superar la tragedia causada por la entronización de las soluciones pintadas color verde oliva. En nuestra sociedad es abrumadora la marea de políticos, intelectuales, líderes erigidos a volandas, individuos con tribuna permanente en medios de comunicación y estrellas rutilantes de las redes sociales que, cuando se les escruta con detenimiento, se observa que en muy poco les importa el sufrimiento del común, aunque tal sufrimiento sea de tanto en tanto traído a colación en sus escritos (lo que logran articular escritura) u otros pronunciamientos públicos.
Gente a la cual, día tras día, sólo le importa demostrar que tienen la razón, aunque tal razón no sea más que la suya, no la que podría catalogarse de acertada. Gente que lo único que persiguen es obtener el miserable rédito de sobrevivir políticamente apelando a la receta demagógica que fácil prende en el desespero colectivo. Gente a la que sólo le importa el aplauso de corifeos instantáneos, aquellos que dan RT y me gusta a opiniones supuestamente contundentes, pues muy limitadamente piensan que la complejidad social se despacha a punta de jupiterinos testículos, ovarios de acero, irreverencias o bravuconadas. En fin, gente de pensamiento enano que se tragó sin masticar el cuento miserable de que su vida se realizaría al sentirse y/o creerse importantes y olvidaron que lo trascendente del ser humano descansa únicamente en el hecho de ser útil. Bueno, no lo olvidaron; es que nunca lo entendieron.
A veces, enfrentar la hipocresía deja un cansancio inmanejable.
@luisbutto3