El tiempo se detuvo en Pripyat hace 33 años. Desde entonces, sólo el silencio. Así lo reseña infobae.com
Enormes edificios de hasta 16 plantas, puertas abiertas, ventanas rotas. La maleza, los árboles, los animales salvajes ocupan ahora el lugar que correspondió al hombre, un hombre que tampoco hoy existe, el hombre soviético, de un país que ya no es, la URSS, aunque en estas destartaladas calles aún sonrían en carteles descoloridos los rostros de los “pioneros”, los más jóvenes dentro del también difunto Partido comunista de la Unión Soviética.
Pasear por Pripyat es una experiencia inquietante, angustiosa, al menos para aquellos que conocen y respetan lo que aquí ocurrió, hace ahora 33 años.
La madrugada del sábado 26 de abril de 1986, durante unas pruebas de resistencia del reactor, algo salió mal, una explosión sorprendió a la ciudad de Pripyat a la 1.20 de aquella madrugada.
Alexéi Breus, que entonces trabajaba en el reactor accidentado recuerda con dolor lo que pasó aquella noche: “Mi amigo Leonid Toptunov, es una persona que ha pasado a la historia de la humanidad. Trabajaba aquella noche en el reactor número 4. Por el nombre, puede ser que sólo lo conozcan los especialistas, pero es la persona que apretó el botón y el reactor explotó. Pero explotó no por error de los operarios, sino por las deficiencias del diseño de la central”.
La explosión liberó unas tres toneladas de materiales radiactivos, elevándolos hasta un kilómetro y medio sobre el cielo.
Qué pudo salir mal aquella noche es todavía una incógnita, y el secretismo reinante en la Unión Soviética en todo lo tocante a su programa nuclear nunca ha permitido saber qué paso realmente.
Ahora, 33 años después de aquellas horas dramáticas, la región de Chernobyl, al norte de Ucrania, justo en la frontera con Bielorrusia, ve pasar los años bajo la losa del abandono.
La aldea de Stary Chenóbil (viejo Chernobyl) está a 15 km de la central accidentada. Sus cientos de casas de una planta, clásicas construcciones del mundo eslavo, lucen siniestras por las décadas de abandono. La ciudad de Pripyat, a 7 km de la central y nacida en 1970 para albergar a los trabajadores y familias de la misma, es la pura imagen del apocalipsis.
El musgo cubre ahora unas paredes agrietadas que antes lucían orgullosas. El óxido corroe los pocos vehículos que quedaron por sus calles. El agua cae desde el techo, gota a gota, en las fábricas y talleres vacíos.
En los primeros compases de la evacuación, las familias se llevaron sus pertenencias, volviendo muchas veces en la noche para rescatar de sus apartamentos vetados su ropa, fotografías, electrodomésticos….Luego, durante años, ladrones de todo pelaje y sin miedo a la radiación fueron desvalijando poco a poco la ciudad, llevándose cualquier cosa que pudiera tener valor.
Ahora, Pripyat es una cáscara vacía, una sombra triste de lo que fue una ciudad feliz, alegre, joven. La media de edad no superaba los 27 años. Un tercio de la población eran niños.
Ahora, los juegos, las diversiones, los columpios en cada patio, lucen melancólicos, abrasados por el paso del tiempo. También las innumerables guarderías de la ciudad lucen entre nostálgicas y tétricas, infinidad de muñecas ennegrecidas por el tiempo.
Los libros de dibujo yacen esparcidos por el suelo. Aún se pueden leer los nombres de aquellos niños, hoy ya adultos, que dibujaron aquellos cuadernos, “Polina, Igor, Anna….” La guardería huele a humedad, y por sus pasillos, entre juguetes rotos, sólo escuchamos el constante golpeteo de las goteras.
En las escuelas, el rostro del líder de la revolución, Vladimir Ilich Lenin, continúa presidiendo unas clases de pupitres vacíos y desvencijados, de libros desparramados por el suelo, con el tiempo como único asistente.
Por las calles, los ojos se posan en aquellos lugares más pintorescos, los autos chocadores abandonados son una imagen icónica de esta ciudad, y es más una imagen del riego de la energía nuclear. Algo tan inocente, destinado a ser una diversión de hijos y padres, convertido en chatarra tóxica, reflejo del desastre causado por el hombre.
Junto a la destartalada estación de bomberos, donde nada queda ya de aquellos días felices, Alexander Ojrimenko, bombero retirado ahora residente en Kiev, que me ha acompañado en este viaje a la que fuese su ciudad, me cuenta: “Llegué con 21 años, tras el servicio militar comencé a trabajar en esta estación. Queríamos mucho a nuestra ciudad y todavía la queremos. Pero tú mismo lo ves, ahora no hay nada qué querer”.
Los guardas que vigilan el perímetro de esta ciudad muerta, aseguran que las calles son, en invierno, territorio de los lobos, que sin miedo al hombre han hecho suyas las calles.
El silencio se rompe de vez en cuando, sobre todo en verano, cuando llegan los grupos de turistas. El morbo de ver el desastre, de acercarse a tan inusual espectáculo se ha convertido en un negocio.
Por unos 300 dólares por persona, llegan desde Kiev autobuses de 30 o 40 personas, que recorrerán los lugares icónicos de la tragedia. La noria, las piscina municipal, la plaza, la propia central….Hacer una excursión individual no bajará de los 600 dólares.
No es necesario ningún permiso especial, no al menos desde hace 8 años, cuando se suprimieron las restricciones que sólo permitían la visita a científicos y periodistas acreditados. Por eso, ahora la visita es posible para todo aquel dispuesto a pagar. En determinadas fechas del año, como durante el aniversario de la catástrofe, la zona tiene más bien el aspecto de un parque temático.
Entre los clientes se encuentran periodistas, historiadores y estudiosos, amantes de la fotografía y gente curiosa por ver de cerca lo que quedó tras la catástrofe. Pero muchas veces se trata tan sólo de grupos de jóvenes turistas occidentales que acuden a Chernobyl como quien va a ver una atracción de feria, y sin duda un viaje de un grupo de excitados turistas no es la mejor opción para visitar un lugar que invita al recogimiento.
Visitar Pripyat y la vecina central de Chernobyl ya no es peligroso. Recibimos más radiación en vuelos transoceánicos, y los guías, que no abandonan al visitante ni un segundo, no van a permitir que te acerques a algunos de los puntos donde todavía la radiación continúa siendo alta.
La contaminación durará unos 500 años, pero la exposición a materiales radioactivos es minúscula. Por ello, los guías pasean por la ciudad con total naturalidad.
Tanto es así que las visitas suelen acercarse a apenas unos cientos de metros del nuevo sarcófago que cubre el reactor Nº4 inaugurado este año.
El nuevo sarcófago es una cubierta de acero móvil, que además de aislar el reactor, permitirá extraer del mismo en un futuro los materiales radioactivos que quedan dentro, más de 100 toneladas. El coste total de esta inmensa obra de ingeniería superó los 2.100 millones de euros, aportados por el Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo.
Kiev parece haber delegado toda la responsabilidad en la comunidad internacional, y la ciudadanía ucraniana también parece cansada de esta catástrofe. Tan sólo las asociaciones de victimas de la radiación mantienen vivo el recuerdo, con manifestaciones para recordar su precaria situación. En Kiev, en la última de estas marchas, entre unos 5000 ancianos, podía verse lo duro de sus vidas. Ludmila, una anciana residente en Kiev que fue evacuada de Stary Chernobyl me enseña los papeles de su pensión “Mira, 37 euros mensuales…¿Cómo puedo vivir con esto?”.
Moscú, antigua capital del imperio soviético, está hoy enfrentada con Kiev por la guerra de Dombás y la anexión de Crimea, y mira para otro lado. Ni actos oficiales, ni recuerdo. Para el Kremlin, este ya es un problema de Ucrania y de sus socios europeos.
Aún así, en un futuro en el que el reactor nº4 sea ya una pesadilla de un pasado lejano, visitar Pripyat es una actividad que tiene fecha de caducidad. Algunos edificios ya se han derrumbado, y muchos amenazan ser ruina pronto. Es sólo cuestión de tiempo, como todo ya en esta ciudad fantasma, en que no queda nada que visitar.