En Venezuela a veces se viven situaciones que parecen sacadas de la ciencia ficción. Mi más reciente experiencia tiene que ver con el SAIME, el Servicio Administrativo de Identificación, Migración y Extranjería. Un buen día se venció mi pasaporte español, aquel donde está pegada ‘my precious’ (mi tesoro, en versión doblada al español)… Quiero decir, mi visa para estar en Venezuela. Conseguir “el recuento” –que la plasmen al nuevo pasaporte– está siendo una aventura que solo puede ser comparada con la odisea de Frodo para destruir el anillo en el Monte del Destino, en el lejano Mordor. Pero empecemos por el principio.
Por: Alicia Hernández – El Confidencial
La comunidad de la visa
Todo comenzó en la Segunda Edad del Sol… Quiero decir, en abril. Me fui a una de las oficinas del Saime en Caracas que me habían comentado podía estar mejor, menos colapsada. Abren desde las ocho de la mañana hasta las dos de la tarde, pero llegar dentro de esas horas no te asegura que te atiendan. El sistema está tan colapsado, tan poco automatizado y es tan ineficiente que más vale que llegues temprano. Y con temprano no me refiero a las 8, sino a una hora en la que aún no están puestas las calles. Yo llegué a las 6.30 de la mañana y, aún así, en los alrededores de la oficina ya había una cola de más de 30 personas delante. Algunos estaban desde las cuatro.
La gente del Saime es como Gandalf: no llega tarde ni pronto, llega cuando se lo propone. No importa que tú estés haciendo fila de pie desde hace dos horas justamente en un espacio donde confluye un anestesiante aroma de pipí y caca de perro. Cuando por fin abren, nos dividen en una nueva cola entre venezolanos y extranjeros.
Foto, fotocopias de todas las hojas de mis dos pasaportes, planilla del trámite, pago de la tasa correspondiente, dos horas y media de cola y cinco dentro de la oficina. ¿Resultado? Un papel sellado que dice que he iniciado el trámite. Iniciado. La batalla por la Tierra Media, digo, mi recuento de visa, no ha hecho más que empezar.
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