Basta pasearse por el millón de kilómetros cuadrados de devastación en que se ha convertido Venezuela para sacar buenas cuentas. En veinte años de revolución lo único que han logrado sus gestores es un país somalizado, violentado, destruido en sus capacidades productivas, que ha estado veinte años encarando las arremetidas de un socialismo radical, perfeccionado en su capacidad destructiva por la psicopatía castrista, además inmerso en una cultura amoral, de saqueadores trogloditas que coinciden en el botín, y que se dan por bien pagados si reciben al menos unas migajas de la renta convertida en expoliación.
Eso si, como cabe esperar del fracaso, nadie se hace responsable. De hecho, ni siquiera lo reconocen. El socialismo es una excusa tras otra, una negación serial, una evasión sistemática. Y en el caso de que la realidad los acose, cualquiera puede ser culpable, pero ellos no, y la ideología tampoco. Ellos, cuando mucho podrán decir que no han puesto suficiente empeño, o que no han sido suficientemente radicales. Incluso que no han logrado instaurar el socialismo. Pero nunca, óigase bien, nunca van a reconocer que el socialismo es un total y absoluto fraude.
Vamos a estar claros. La oferta socialista es engañosa. Promete una reivindicación imposible, y dice que lo va a hacer sin importar los cómo. Plantea una mayor prosperidad y justicia, incluso tienen la desfachatez de ofrecer libertad “verdadera”, pero en realidad lo que termina ocurriendo es la imposición de un régimen de servidumbre y miseria.
Reconocer la trama es esencial. Los regímenes socialistas se apoyan en un discurso que descalifica de entrada al sistema de mercado y repudia el rol del empresario. Por eso no hay régimen de izquierda que no tome medidas enérgicas de intervención y confiscación de los derechos de propiedad. Ellos, los cultores del fraude del “hombre nuevo” se auto proponen como la clase esclarecida que tiene todas las virtudes y ninguno de los vicios propios de la humanidad. Ellos dicen tener, además, más conocimiento, más criterio, más integridad, y por lo tanto, los recursos y las riquezas del país, a su cargo, están en las mejores manos posibles. Ellos cometen el crimen de apropiarse indebidamente de la voluntad del pueblo, se presentan como la encarnación del pueblo, a quienes ellos dicen personificar. Por lo tanto, si ellos deciden, decide el pueblo. Obviamente eso ni es posible ni deja de ser uno de los muchos abusos autoritarios que practican con total desfachatez.
Y en boca de ellos, el pueblo decide allanar la propiedad privada, descartar el libre mercado, convertir a la libre empresa y a los empresarios en enemigos de la patria esclarecida, y al capitalismo transformarlo en la gran enseña del mal mundial, al qué hay que combatir por todos los medios. El problema de este enfoque lo advirtió Hayek en su “Camino a la Servidumbre”: No hay libertad personal y política sin libertad económica. No hay libertad sin el respeto por el individuo y sus capacidades de emprendimiento. Por eso, más temprano que tarde, las experiencias de izquierda terminan por convertir al ciudadano en un ser sin alternativas, sin posibilidad de futuro, dependiente de la arbitrariedad del estado, un esclavo sin otra opción que la desbandada o el silencio.
El socialista cree que sus opiniones tienen el rango de “verdades científicas”. La verdad es que nada más lejos del rigor epistemológico que este dogmatismo barbárico, incapaz de lidiar con la realidad. Los socialistas son fundamentalistas de una falsa religión cuyo panteón está rebosado de dioses falsos. Sus resultados se cuentan por millones de muertos, oportunidades perdidas, éxodos dolorosos y generaciones completas llenas de decepción y fracaso.
No hay socialismo que se lleve bien con el hombre libre. De allí que se solace en la censura y cultive el silencio de los demás. No tolera la alusión a la realidad ni soporta la disidencia. Lo de ellos es el temerario juego cerrado de los fanáticos que se convalidan mutuamente. La mentira es su código de honor. La violencia su único recurso. Odian la independencia, repudian los arrebatos de libertad y militan en las filas de la intolerancia radical. En eso consiste el estado totalitario que es un atributo potencial en cada una de las experiencias socialistas y que, dadas las circunstancias apropiadas, a veces se transforma en una pavorosa realidad.
La izquierda odia al emprendedurismo. Ellos son los inventores del eufemismo de que “lo pequeño es hermoso”. Si les corresponde transarse, prefieren pequeñas y medianas iniciativas que cultivan como bonsáis, debidamente acotadas a cierto tamaño que no les ofrezca el peligro de un masivo efecto demostración. Desde los inicios su némesis ha sido el comerciante, el arquetipo del ser humano que rompe con el conformismo y que se arriesga a regir sobre su propio destino. Ellos no pueden convalidar la ética libertaria que propone a un hombre capaz de sortear obstáculos y que puede canalizar su ambición para lograr el éxito. De hecho, son palabras vetadas para uso personal. El éxito es colectivo, y la ambición es solamente una desviación peligrosa que niega el dogma del estatismo como esfuerzo de una totalidad para que prevalezcan las premisas del socialismo. En el catecismo socialista la ambición es mala y la riqueza personal siempre es un robo.
El socialismo es el sistema político de la opresión. Hayek le confiere a Alexis de Tocqueville el honor de haberlo visto de primero. Para fundamentar su opinión cita el discurso que el pensador francés pronunció ante la Asamblea Constituyente el 12 de diciembre de 1848 y que versó sobre el derecho al trabajo. Vale la pena reproducir la cita completa porque nos ayuda a comprender la dicotomía entre democracia y socialismo:
“La democracia extiende la esfera de la libertad individual, el socialismo la restringe. La democracia atribuye todo valor posible al individuo; el socialismo hace de cada hombre un simple agente, un simple número. La democracia y el socialismo sólo tienen en común una palabra: igualdad. Pero adviértase la diferencia: mientras la democracia aspira a la igualdad en la libertad, el socialismo aspira a la igualdad en la coerción y la servidumbre”.
Es conveniente abundar en el tema de la igualdad. La propuesta socialista se funda en la envidia activa. Ellos argumentan que no es válido el que unos tengan más éxito que los demás. Por lo tanto, es legítimo que el estado aplique el rasero y favorezca a los que tienen menos en desmedro de los que tienen más. Así ellos implantan la justicia expoliadora que termina por ahuyentar la empresarialidad y acaban transformando el pais en tierra yerma. Porque el funcionario carece del incentivo que permite que florezcan las empresas. Ese incentivo es el lucro, que favorece a los más competitivos. ¿Quieren un ejemplo? Las empresas públicas, siempre arruinadas, permanentemente saqueadas, mantenidas por la fuerza de los impuestos o del colapso monetario y la inflación.
La igualdad democrática es de otro tipo y tiene otros supuestos. Se fundamenta en el estado de derecho como sistema de normas y valores que son de aplicación universal, sin privilegios indebidos, y teniendo el mérito personal como atributo indeleble y diferencial de los individuos. La norma universal aporta racionalidad y previsibilidad al orden social, no arbitrario y regido por medios legítimos y fines valiosos para el ser humano. Es igualdad para competir, no para ser asimilados por un régimen que insiste en “pensar y hacer por uno”, y que al final tiene como resultado la esclavitud del colectivismo.
La experiencia de los socialismos reales es terrorífica. El Libro Negro del Comunismo coordinado por Stéphane Courtois, director de investigaciones del Centre National de la Recherche Scientifique, sumó más de 120 millones de muertos. En la China de Mao cerca de 82 millones. En la URSS aproximadamente 22 millones. Y así, cada vez que el comunismo se hace presente, se hace acompañar de siete plagas contemporáneas: La muerte, la persecución, la cárcel injusta, el hambre, la ruina, la censura y el despojo de la propiedad. Toda esta aniquilación porque unos pocos “esclarecidos” decidieron planificar la libertad de todos, haciéndonos a todos iguales en el sufrimiento y la miseria. Personas concretas quisieron obligar a todos a creer en una falsa utopia, o morir. O se plegaban o caían víctimas del terror. ¿Alguien puede sentirse feliz con eso? La felicidad es la gran ausente, porque no se puede ser feliz si primero no se es libre.
¿Qué valores albergará el alma de quien prefiere defender su revolución antes que salvar vidas? ¿Qué moral tiene aquel que, consciente del colapso del país, grita con desespero “pero tenemos patria”? ¿Cuál patria es esa que niega derechos, asola a sus habitantes, y los somete a una penuria tras otra hasta hacerlos claudicar? Hay respuesta: La gran patria socialista.
Detrás de tantos malos resultados hay una falsa premisa. Que se puede ser exitoso planificando centralizadamente la economía para optimizar la justicia social. Además, que puede hacerse economía sin competencia. Con esto afectan el mercado, castran los incentivos del emprendedor y cercenan las libertades individuales. Porque eso que los socialistas llaman justicia social es un eufemismo para hacer transferencias indebidas entre los grupos mas competitivos de la sociedad hacia una burocracia que dice hacer redistribuciones perfectas, cuando lo cierto es que son una instancia corrupta y violenta que comienza rápidamente a ser un fin en sí mismo.
Cuando no se respeta la lógica del sistema de mercado, y se pretende implantar la preponderancia de una arrogancia que termina siendo fatal, se afecta una condición esencial para la creación de riqueza. Hayek lo plantea mejor que nadie: “la principal condición en que descansa la utilidad del sistema de la competencia y de la propiedad privada consiste en que el propietario se beneficie de todos los servicios útiles rendidos por su propiedad y sufra todos los perjuicios que de su uso resulten a otros”. El que arriesga es responsable y se lucrará o se perjudicará dependiendo de cuan exitoso sea su emprendimiento. Lo que no tiene sentido es el socialismo interventor, y tampoco el falso capitalismo de compinches que protege a los perdedores y persigue extinguir el éxito de los que hacen buenas empresas.
George Orwell lo especificó bastante bien en su libro Rebelión en la Granja. Muy pronto el cerdo Napoleón terminó enmendando el famoso decálogo de su igualdad para determinar qué ellos, los que controlaban el poder y ejercían la violencia, eran más iguales que los demás. Y, por lo tanto, merecedores de privilegios y reconocimientos. La imposible e inexistente justicia social es una excusa para ejercer el resentimiento y terminar por arruinar a los países. Porque no hay excedentes que antes no se deban producir. Porque nadie produce nada si no tiene expectativas de lucro. Y porque la mentalidad burocrática, fundamentalista en la lealtad al partido, no tiene cómo sustituir o encajar en la personalidad emprendedora, arriesgada y tenaz.
Los resultados están a la vista. Venezuela es la última de sus vidrieras. Los enemigos de la competencia terminan siendo los valedores de la servidumbre colectiva. Esa es la verdadera cara de los socialismos, independientemente de cómo quieran llamarse. Algunos ilusos pretenden decir que esto no es socialismo. Que es otra cosa. Pregúntense ustedes cómo debemos llamar a un regimen si practica la planificación central, estatismo, intervención del mercado, persecución a los empresarios, obsesión por la igualdad, desapego por el bienestar de los ciudadanos, y todo esto escondido bajo el manto de un encendido discurso revolucionario y una devoción impúdica por todo el santoral comunista. Todos son castristas, todos alguna vez fueron erotizados por Fidel, el Che, Mao, Stalin, Lula, Chavez, Evo o los comandantes Sandinistas. Todos dicen ser orgullosamente izquierdistas. Todos se conmueven al designarse progresistas. Todos son ciegos ante los desmanes de sus ídolos.
Toda esa intelectualidad cursi, los que ejercen el perdonavidismo militante, que preferirían mantener al país esclavizado antes que pedir ayuda a Estados Unidos, remendadores del crimen, apaciguadores a disposición de la infamia, prefieren sentarse a negociar con el régimen antes que reconocer el reiterado y fatal fracaso del socialismo.
Algunos todavía piensan que todas esas promesas de redención son posibles y que el socialismo es el camino para alcanzar la felicidad de los pueblos. Piensan entonces que el Foro de São Paulo es un punto de encuentro, y ven con gentileza las imposturas contra el imperialismo a la vez que aplauden a rabiar el respaldo a las tiranías. Allí respaldan a Lula a pesar de ser un vulgar ladrón y corruptor conspicuo de la política latinoamericana. Allí aplauden la falsa integridad de la Bachelet, y se alegran con la siguiente teoría conspiparanoica que los exime de cualquier responsabilidad sobre los desmanes que ellos, y solo ellos, han provocado.
Allí, en el Foro de São Paulo, respaldan al socialismo del siglo XXI y advierten contra el retroceso del progresismo en el continente. Les asusta la libertad, se llevan mal con la verdad y están buscando un nuevo proxeneta que les permita vivir un episodio tras otro de la misma psicodelia. Por supuesto, vienen a reunirse en Caracas, una ciudad que ve morir a sus niños, que no puede defenderse de la violencia, donde ancianos han quedado solos gracias a la desbandada y el éxodo de sus hijos. Sin luz, sin agua, sin servicios, sin felicidad. Y vienen ellos a ratificar que el socialismo es el camino. Este socialismo, que como ya dijimos es el único posible, a pesar, insisto, de la cursilería de ciertos intelectuales que quisieran ser ellos junto a una nueva camada de líderes quienes intenten reivindicar una idea tan loca.
Lo cierto es que el socialismo no resiste el mínimo análisis de viabilidad. Venezuela es la última de las desgracias que han provocado los enemigos de la libertad. Porque el socialismo no termina siendo lo que promete. No nos hace iguales, nos reduce a la servidumbre. No nos hace felices, nos reduce al miedo. No nos da bienestar, nos reduce al hambre, la enfermedad y la muerte. Es la traición de Leviatán, es su verdadera cara, la que obliga a la lucha por la supervivencia y transforma nuestras vidas en sórdidas, pobres, breves y brutales.
Por mi parte, deploro las alucinaciones intelectualosas, la obligada confusión entre pueblo y turba, y las congregaciones de la mentira. El tener que tolerar el Foro de São Paulo sesionando sus farsas, celebrando nuestro derrumbe, respaldando a la tiranía, aplaudiendo sus ocurrencias, convalidando sus falacias, es una demostración más de qué hay que ser más disciplinados en el sentido de realidad y mucho más preocupados por las lecciones que nos da la historia. La experiencia de la libertad siempre es precaria. Hay que defenderla y reafirmarla constantemente.
Porque esta revolución de los esclarecidos tiene en su ADN una predisposición por las medidas extremas. Ellos creen que el exterminio es absolutamente necesario para refundar la humanidad y darle espacio al hombre nuevo. Empero, la experiencia indica que lo único que ocurre es un intento brutal de exterminio de todo aquel que no se somete. Ese hombre nuevo que ellos dicen ser es monstruoso y trágico, porque tarde o temprano cae víctima de sus propios errores. En ese momento, la libertad, aun maltratada, lucha de nuevo por florecer. Vivimos precisamente esta época y esta posibilidad. Ya el sistema no resiste más manipulación del lenguaje. No hay forma de soportar un abismo mayor entre lo que prometen y la realidad que provocan. Entonces, ese darse cuenta favorece el coraje para impulsar el cambio, sí y solo si, tenemos la claridad para intentar el contraste.
Por: Victor Maldonado C.
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