Cuando se habla sobre el cambio en Venezuela, hay algo, tal cual sentimiento insidioso, que genera preocupación en mí. Tal sensación no sale a la palestra, se oculta, no quiere verbalizar lo que contiene, por cuanto en su seno yace el miedo; ese miedo de que la mera mención transforme a la idea en un hecho.
A pesar de ello, y por cuanto estos tiempos nos lo exigen, hay que llenarse de valentía. No hay espacio ya ni para la ceguera, ni para la credulidad, dado que, al final del día, la elección que tenemos es binaria, o es el acierto o es el error, o es la victoria o es el fracaso.
Con esa disposición de enfrentar y aclarar es que el referido temor empieza a agarrar sustancia. Lo hace a través de un recuerdo.
Hace alguna vez tuve un profesor que, en el medio de una tanda de preguntas hacia los estudiantes, soltó una que nos dejó anonadados. Para ese entonces, las preguntas versaban sobre conceptos elevados, como el derecho, la ética, la democracia, entre otros; hasta que, de repente, completamente de la nada, el profesor nos preguntó:
“¿Qué es una mesa?”
Una vez dichas esas palabras, como si de magia se tratase, el salón cayó en un silencio absoluto. No se hablaba, se pensaba. Todos estábamos teniendo un encuentro con una verdad muy incómoda. El profesor nos demostró, así de fácil, la estrechez de nuestras mentes y como lo que tenemos por común y obvio, ni es tan común, ni es tan obvio.
Procesando ese recuerdo, es que mi miedo va adquiriendo identidad, lo hace en forma de interrogante:
“¿Qué es el cambio para los venezolanos?”
Con esa cuestión alzada, es que me percato que mi miedo tiene nombre, se llama duda.
Tal como lo demostró la pregunta sobre la mesa, lo que entendemos por “cambio” es algo tácito, amorfo, que pareciese carecer de especificidad. Lo único, por lo menos en lo inmediato, que entendemos por cambio es el cese del régimen totalitario. Eso está bien, pues es la condición necesaria para recuperar al país, pero, escúcheseme bien, no es la condición suficiente.
El problema venezolano no es, como lo pensaron alguna vez nuestros antecesores con Juan Vicente Gómez o Marcos Pérez Jiménez, algo solucionable con un simple cambio de operadores políticos. Durante muchísimo tiempo, hemos pensando que la solución para la crisis nacional es un súper hombre, un súper Presidente, cuyo advenimiento reivindicará a la nación y saneará a todos sus males.
Eso no es correcto, ni es preciso. Para nosotros, la política ha sido cosa de juzgar al libro solo por su cubierta. No hemos querido indagar en el fondo, no hemos deseado romper la fantasía del camino fácil y las recetas instantáneas. No obstante, como se dijo anteriormente, estas épocas de barbarie nos instan a tomar las acciones que nunca hemos hecho, a abarcar perspectivas que siempre nos parecieron innecesarias.
Por tal motivo, es que hay exponer las cosas por lo que son, la condición necesaria para que alcancemos a la Venezuela posible no es cambiar a quienes mandan y esperar lo mejor, lo que necesitamos es un cambio de paradigma que enrumbe a nuestra cultura hacia los elementos que propicien al desarrollo. Si realmente queremos la transformación del país, debemos entender que lo que basta no es un nuevo liderazgo en sí, sino las ideas detrás de ese liderazgo.
Y eso, queridos lectores, es la verdadera cuestión. La duda que tengo, que me carcome a veces, es si lo que deseo para el país es realmente lo que el promedio de los venezolanos desea. Cuando pienso en cambio, lo pienso en términos radicales, capaz, inclusive, “revolucionarios”.
Sé que ese último adjetivo está rayado hasta no poder más, pero les aseguro que el uso que le doy no es gratuito, por lo contrario, es, irónicamente, descriptivo de lo que Venezuela necesita. Como yo lo veo, el cambio que requerimos debe ser total e irreversible. Requerimos un proyecto de país que sea la base de la nación durante los siglos venideros. Necesitamos, en definitiva, al proyecto que jamás hemos podido implementar.
Ese proyecto es, por lo menos para mi persona, el cambio que aspiro para Venezuela. El mismo tiene muchas aristas, muchísimas más de las que puedan ser descritas apropiadamente por un artículo. A pesar de la referida complejidad, pienso que puedo precisarlo con un par de postulados.
Ese proyecto país tiene como pilar fundamental la independencia. Sí, la independencia, pero no esa de la cual vociferan los demagogos entreguistas de la soberanía nacional. Acá se habla de la autodeterminación del Ciudadano, del civil empoderado que subordina al Estado y no es sometido por él, ni por la fuerza, ni por la necesidad.
Para que esa independencia sea posible, requerimos inexorablemente dos cosas, que la Libertad de cada venezolano sea un valor supremo y que el Imperio de Ley sea un compromiso perenne.
Eso suena excelente y, de hecho, es el camino que ha llevado a todo país desarrollado a ser lo que es. Pero el aplicarlo no es fácil, porque el hacerlo requiere obligatoriamente el quiebre con las mañas que nos han alejado del progreso.
Sencillamente, si de verdad estamos hablando de cambio, es porque apoyamos que se acabe la dependencia con el Estado, la distorsión de la función pública, el miedo a las libertades ciudadanas, el resentimiento al emprendedor, la normalización de la corrupción, todo monopolio estatal, la desnaturalización de la Fuerza Armada y así sucesivamente con cada mal que provenga de cómo hemos venido haciendo las cosas.
Ahora bien, siempre está la otra posibilidad, que los venezolanos realmente no compartan lo que aquí he expuesto, sino que lo que entiendan por cambio no sea más que una vida mejor administrada por el Estado venezolano. Entiéndase, subsidios funcionales, menos colapso sistémico y dejar a la corrupción como está para que se beneficien los de siempre, porque hay que robar y dejar robar.
Eso sería, me duele admitirlo, no un cambio de sistema, sino un cambio de administrador, un cambio de dueño.
Tras ver los errores de nuestra era democrática o, específicamente, nuestra democracia de izquierdas y de estatistas, para luego caer en el totalitarismo durante veinte años, tengo la convicción de que los venezolanos ahora somos más de lo que éramos antes. Tendremos nuestros vicios y nuestras debilidades, pero también nos hemos armado con las virtudes que solo se adquieren tras vivir tanta pérdida y tragedia.
Aun así, insisto, tengamos mucho cuidado con nuestros viejos hábitos, porque éstos suelen buscar perpetuarse.
Si algo podemos pedir para nuestro futuro, es que sea el aprendizaje y no el olvido lo que defina a nuestro andar.
@jrvzca