El miércoles fue un día sueco en una Argentina desquiciada. Solo hablaron civilizadamente los dos únicos hombres que tenían que hablar. Parece poco, pero es mucho en una nación dramática, donde una parte del país llora porque otra parte está alegre. Así sucedió en 2015; así fue el domingo. Mauricio Macri y Alberto Fernández lograron sacar al país de la ratonera en la que estaba. El conflicto consiste en que el hombre que tiene las herramientas no tiene el poder y el que tiene el poder no tiene las herramientas.
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Nunca Alberto tuvo tanto poder (ni cuando fue jefe de Gabinete) como después de las elecciones, pero todavía no es presidente electo. Esa contradicción institucional, letal para la economía, es una peculiaridad argentina; también, una anomalía.
Macri amaneció el lunes sin haber dormido. ¿Se puede dormir después de vestirse para una fiesta y terminar en un funeral? ¿Se puede descansar cuando se sabe, como Macri sabía, que los mercados hundirían al país? Nadie le advirtió que el voto de protesta lo arrasaría. Ni siquiera las encuestas que medían la intención de voto para Alberto detectaron la enorme distancia que terminó separando a los dos principales candidatos. El encuestador que más cerca estuvo de la verdad fue Hugo Haime, que medía para Alberto: pronosticó un resultado de 13 puntos a favor de Fernández-Kirchner. Al día siguiente, los mercados reaccionaron más con el recuerdo que con la información del presente. No tenían datos actuales porque Alberto Fernández no había hablado hasta entonces de sus ideas económicas. Los mercados pronostican con información vieja o nueva, según sea la que tienen a mano. Actuaron entonces con el recuerdo de los últimos siete años económicos de Cristina Kirchner, no con lo que haría Alberto si fuera presidente. Alberto Fernández forma parte del establishment político argentino. Estuvo en el Estado desde los tiempos de Juan Sourrouille (de quien fue asesor legal) hasta su renuncia como jefe de Gabinete, en 2008. No se imagina como Hugo Chávez o Nicolás Maduro. “Fui el jefe de Gabinete de los superávits gemelos (fiscal y comercial) y del acuerdo con la mayoría de los bonistas en default. ¿Dónde está Venezuela en mi pasado?”, suele preguntarse en un reproche implícito al gobierno de Macri.
El Presidente está atenazado por dos condiciones: la de jefe del Estado y la de candidato. Las elecciones del domingo pasado no resolvieron nada. Pero ¿está Macri en condiciones de cambiar esos resultados? ¿De cambiarlos, sobre todo, en las decisivas elecciones de octubre, cuando podría decidirse todo? ¿De forzar una segunda vuelta electoral y ganarla? La aritmética le cierra para modificar el final. El problema consiste en que, a veces, las emociones sociales son incompatibles con la aritmética. Macri no solo necesita aumentar su caudal electoral (eso es más probable si logra contener la crisis), sino también que Fernández reduzca por lo menos en tres puntos su caudal del domingo pasado. Esto es más difícil, casi imposible si el candidato peronista no comete graves errores. No los cometerá, porque es también un viejo zorro electoral. Las alternativa que tiene Macri es promover un aumento del caudal electoral. Un aumento al 85% de la participación electoral bajaría el porcentaje de Alberto al 44% sin que este perdiera un solo voto. Pero el candidato peronista no debería sumar tampoco ni un solo voto hasta el último domingo de octubre. Los encuestadores de Alberto le aseguran que ya tiene una intención de voto por encima del 50%. Prevalecerá, en última instancia, la necesidad de cambio de la sociedad. ¿Quiere ahora un cambio con la intensidad con que lo quiso en 2015 cuando eligió a Macri para terminar con Cristina? En la respuesta a esa pregunta están todas las respuestas.
Un triunfo abrumador del peronismo en octubre podría darle la mayoría en las dos cámaras del Congreso. Esa mayoría conformaría luego el Consejo de la Magistratura, que es donde se cocinan las designaciones y las destituciones de los jueces. En un solo día el peronismo se quedaría con el control de los tres poderes del Estado. Esa situación no es buena bajo ningún gobierno, cualquiera sea su signo político. La República conlleva un sistema de pesos y contrapesos que son necesarios. Macri tiene pocos pergaminos económicos para mostrar. Lo maltrataron significativos cambios en el escenario económico internacional, una sequía local devastadora, el aumento del precio del petróleo y los errores propios. Pero puede exhibir una gestión en la que se respetaron las libertades y el principio de la división de poderes. No hubo escraches y se instaló un diálogo entre adversarios, más que nada en el Congreso. Podrá decirse que ese diálogo fue forzado por las circunstancias (estuvo siempre en minoría), pero lo cierto es que existió por primera vez en mucho tiempo. Ese legado debe sobrevivir aunque Macri no sobreviva como presidente después de diciembre.
En el crucial diálogo telefónico entre Macri y Alberto, que comenzó a cambiar el peligroso rumbo de la crisis, el candidato ganador le aconsejó al Presidente una revisión de su gabinete. Hablaba, entre otros, de Nicolás Dujovne. Macri no rechazó ninguna idea, pero esperaba estabilizar la economía. Dujovne hizo trascender que quería irse. ¿Para qué retenerlo? En septiembre pasado, Macri le ofreció ese ministerio a Carlos Melconian, pero este necesitaba un tiempo que el Presidente no tenía. Dujovne operó entonces ante el Fondo Monetario para que le pidiera a Macri su permanencia. Hernán Lacunza, su reemplazante, es un economista eficiente y una persona con un sentido más cabal de la lealtad. Un diálogo previo fue clave: el del propio Alberto con el presidente del Banco Central, Guido Sandleris, un funcionario que tiene relación desde los años universitarios con Axel Kicillof y con quien fue su segundo en la cartera económica, Emmanuel Álvarez Agis. El propio Alberto tiene buen concepto de Sandleris. El jefe de la conducción monetaria llamó al candidato que ganó para describirle la situación. Las reservas están para pagar deuda o para frenar la escalada del dólar. No hay recursos para las dos cosas. El Banco Central fue austero en el uso de reservas frente a semejante corrida cambiaria. No había manera de frenar la escalada del dólar solo con dólares. El aumento extravagante del riesgo país y la caída de bonos y acciones argentinas impulsaban una huida de bonistas y ahorristas del peso hacia el dólar. La crisis necesitaba una respuesta política, no monetaria.
Cristina calla. A veces, habla en reserva. Cerca suyo se aseguró que le dijo a Kicillof que no hiciera declaraciones sobre la política económica nacional. Esas cuestiones son de Alberto, lo frenó. Sabe que su estrategia dejó tambaleando a Macri. En verdad, el único consejo que recibió para reconciliarse con Alberto provino de Juan Cabandié. “Creo que tenés que escucharlo a Alberto”, le sugirió. Ella aceptó la idea y lo llamó a quien fue su jefe de Gabinete durante ocho meses y con quien estaba distanciada desde hacía casi diez años. Cristina y Alberto Fernández confiaron entonces en Cabandié como único intermediario entre ellos hasta que se vieran personalmente. “Esa es la historia. Todas las otras versiones son pura fantasía”, les advirtió Alberto a sus colaboradores. Curtida medidora de relación de fuerzas, Cristina sabe que Alberto le acercó 14 gobernadores peronistas cuando ella tenía solo tres. También fue Alberto el que enhebró un acuerdo con la CGT. Si en octubre se repitiera la elección del domingo pasado, La Cámpora tendrá la mitad de diputados nacionales que tiene ahora. La mayoría de los diputados responderán a los gobernadores.
Alberto adoptó otro perro porque cree que vivirá en Olivos desde diciembre. El nuevo perro no tendría lugar en el departamento donde vive ahora. Macri está seguro de que todavía puede esquivar la derrota definitiva, la muerte súbita en octubre. Uno cree que ya ha ganado; el otro cree que todavía no ha perdido. El día sueco no resolvió todo.