Ciertamente que en Venezuela se vive una guerra del hambre. Los conflictos modernos ya no son refriegas entre bandos uniformados que se detectan sin mayor problema. Por el contrario, priva la confusión, la movilización en masa de millones de seres humanos que se desplazan sin tener certeza de cuál será su destino.
Es que la incertidumbre de vivir en un espacio hostil marca los días del hombre que habita en campos gigantescos de concentración, como Venezuela o Siria o Cuba.
Reviso algunos de mis escritos recientes y me encuentro que por los días cuando existían las largas filas en los centros de abastecimiento de alimentos, como supermercados o abastos, las madrugadas eran ocupadas por millones de personas, en su mayoría mujeres y ancianos, quienes pernoctaban por horas para comprar un miserable kilo de arroz, harina precocida o en el mejor de los casos, un pollo.
Tenías que poseer tu cédula de identidad con el último dígito que correspondiera al día para que los militares te permitieran comprar alimentos. Mi día era los miércoles. Me levantaba de madrugada y ya cuando llegaba, antes de las cinco y media, había al menos entre 300 a 350 personas, de la tercera edad, por delante.
Terminé llamando a esos días “Miércoles de humillación” por la cantidad de injusticias que observaba –y sigo viendo- entre quienes se acercaban a comprar comida. Jóvenes madres con recién nacidos, ancianos en muletas, sillas de ruedas, enfermos terminales mostrando informes médicos para lograr un cupo. Los más osados, hablando con policías o militares para entrar primero. Mientras el sol levantaba y ya a mediodía era un círculo de fuego que hervía el cuerpo.
La humillación, vejación, maltrato y desprecio por el semejante se ha convertido en un modo de actuar de la autoridad contra el ciudadano. De ellos siempre sale victorioso quien posee su arma de reglamento, su equipo antimotines para generar temor y siempre, el gesto de la amenaza si osas reclamar tus derechos.
Han sido estos años, 2014, 2017, 2018 y lo que va de este tenebroso tiempo, momentos donde el ciudadano venezolano aprendió a bajar la cabeza para sobrevivir. A ceder ante la inminente violencia del policía o militar para salvar a un familiar de la agresión de la autoridad. Esa arbitrariedad diaria, cotidiana que la observas constantemente.
He leído comentarios por las redes sociales donde escriben ciertos desmemoriados quejándose de la aparente sumisión de los venezolanos por estos meses. Es ahora cuando comprendo esta dantesca realidad. Cuando veía las películas de alemanes contra judíos en la Polonia ocupada de los años ‘40s., observaba cómo eran llevados como corderitos, amontonados en los trenes de carga. Hacinados. Nunca protestaban. Incluso cuando eran introducidos a las cámaras de gas. Nada. Una total sumisión.
Es que cuando estás sometido a un total y absoluto control. Cuando ves que a tu lado hay personas armadas por los cuatro costados. Cuando tu cuerpo está físicamente agotado, semi esquelético por el hambre. Cuando tu mente apenas sirve para pensar en salvarte, comer y reposar. Cuando sabes que tienes todas las de perder, que nadie vendrá en tu defensa, se desata en ti la antigua y humana capacidad de sobrevivencia pasiva. Porque sabes que físicamente no puedes defenderte. Que el hambre te carcome día a día.
Escuché decir hace unos días a dos especialistas, que lo más espantoso es morir de hambre. Porque el organismo se “devora a sí mismo” y no puedes hacer nada, salvo quedarte quieto, casi inmóvil, cerrar los ojos y desear dormir. Te desvaneces gradualmente.
Leí por estos días que un hombre murió de hambre en un barrio de Maracaibo. Los familiares no tenían un féretro para enterrarlo. Hasta los escaparates se habían terminado en todo el vecindario porque los habían usado como urnas.
Buscaron entonces la nevera en el rancho y así fue como pudieron enterrar al pobre hombre. Son las historias de todos los días. Como los niños que mueren por desnutrición. O los ancianos que vagan por plazas y parques, y se acuestan en algún recodo, entre cartones, trapos y un perro esquelético.
Queda el suicidio, el deseo de morir ya. Así le ocurrió a la hija de una amiga de mi esposa. Apenas con 23 años, recién graduada de la universidad y sin encontrar trabajo en su especialidad. Simplemente cambió sus pocos dólares, compró perrarina para alimentar a su mascota, uno que otro regalo. Se despidió esa noche con una gran sonrisa y mientras todos dormían, se fue al carro, lo encendió dejando escapar el monóxido dentro del vehículo.
Es que la desesperación por no encontrar salida a esta devastadora realidad hace que personas, entre 15-35 años, tomen esta drástica decisión. Son las estadísticas de este otro horror que es el suicidio en Venezuela. Es el país con mayor número de casos en Latinoamérica y uno de los primeros 5 en el mundo donde más jóvenes se suicidan.
Sé que esta guerra del hambre y de la humillación a la población civil pasará. Sea hoy o mañana. Ya no quedan fuerzas para enfrentar solos la barbarie genocida y los suicidios inducidos por este obsceno régimen chavizta-socialista del siglo XXI.
Solo deseamos vivir en una sociedad y un país, normal. Donde la cotidianidad sea despertar con el olor del café mañanero y de arepas en el budare. Poder encender la luz, tener agua en la ducha, gas para cocinar. Saludar al señor del aseo urbano. Ir a una farmacia y encontrar tus medicinas.
Solo deseamos un horizonte de vida común. Lo más normalito, pues. Nada estrafalario ni de extremos. Solo deseamos salir de esta pesadilla llamada socialismo del siglo XXI porque solos, no podremos.
(*) camilodeasis@hotmail.com TW @camilodeasis IG @camilodeasis1 P @Camilodeasis