Nada más levantarse, lo primero que hacen ocho de cada 10 españoles es abalanzarse como posesos sobre su móvil. Pero no David Macián. Este cineasta de 36 años no se arroja ansioso a comprobar si le ha llegado un mensaje de Whatsapp. No le va la vida en abrir su cuenta de correo electrónico, no se lanza con avidez a comprobar lo que ha estado ocurriendo en Facebook mientras dormía; no pierde un solo instante en mirar lo que se ha cocido en Twitter. David Macián pertenece a una nueva tribu urbana, exótica pero cada vez más numerosa: la de los desconectados.
Por: Irene Hernández Velasco || EL MUNDO
Personas que, voluntariamente, han decidido poner freno a la vorágine de internet y hacerle un corte de mangas a eso de la hiperconectividad. Unos marcianos que han resuelto aparcar la vida virtual para dedicarse a vivir la vida real.
David Macián toma asiento y desenfunda la que constituye su mejor y más rotunda declaración de principios: su teléfono móvil. Es una auténtica reliquia, una pieza de anticuario. Un viejo Nokia con ocho años de servicio a las espaldas, abollado y con las esquinas bastante esquilmadas. No tiene conexión a internet, sirve única y exclusivamente para hacer y recibir llamadas y SMS. «La batería me dura una semana», asegura sacando pecho.
Lo que le ha llevado a Macián a pasar de la red y, sobre todo, de las redes sociales es que no le gusta el tipo de relación que imponen. “Cuando paso por una terraza y veo a dos personas sentadas la una frente a la otra mirando cada uno su móvil me pongo malo. Estamos perdiendo las conversaciones, las relaciones cara a cara, lo auténtico, lo natural. Nos venden que gracias a las redes sociales estamos cada vez más conectados pero mi sensación es la contraria: creo que nos aíslan, nos hacen cada vez más individualistas”.
Macián -que acaba de terminar La mano invisible, su primer largometraje- navega de vez en cuando por internet, pero pone medidas para evitar naufragar. “Me conecto lo justo. Consulto lo que me interesa y basta, no pierdo el tiempo saltando de una página web a otra. Además, le doy mucha importancia a la protección de mis datos. Todos sabemos que en internet hay un inmenso negocio con los datos de los usuarios”.
Habrá quien piense que este murciano que, en 2005, se trasladó a vivir a Madrid – justo entonces tuvo su primer teléfono móvil, y porque se empeñó su madre- es un excéntrico, un tipo raro. Pero qué va: cada vez son más los que, como él, optan por mandar al diablo a internet y a las redes sociales. Y no hablamos de místicos o ermitaños que deciden aislarse del mundo, de personas que se retiran al campo y se ponen a ordeñar vacas o a cultivar tomates, como hacen muchos de los llamados neorrurales (la mayoría de los cuales, por cierto, comercializan sus productos a través de internet y se pasan la mitad de su tiempo encerrados en sus casas de campo frente a la pantalla del ordenador).
Nos referimos a urbanitas, a gente de ciudad, a nativos digitales que han crecido al amparo de la red, que han decidido pasar de ella y que están demostrando que sí, que es perfectamente posible vivir sin internet sin renunciar por ello a su actividad profesional o a sus vínculos sociales. “Mis amigos saben que no tengo redes sociales ni Whatsapp, así que cuando quieren contactar conmigo me llaman. No es tan difícil”, subraya Macián.
Una encuesta realizada hace cuatro años en Francia por Havas Media, una de las agencias líderes en comunicaciones, reveló que casi el 20% de la población del país galo vive desconectada y que la mayoría de quienes le dan la espalda a internet lo hacen de manera voluntaria por dos motivos: o bien porque no les apetece que el Gran Hermano fisgonee en su privacidad o porque querían dejar de lado el mundo virtual para volver a la vida real.
Ese último grupo de personas representaba ya en 2012 el 3,4% de los franceses y, si habían decidido decir adiós a internet, era porque sentían que estaban perdiéndose la vida de verdad, ésa que tiene lugar fuera de la pantalla. Veían como los tentáculos de la web y de las redes sociales les estaban arrastrando a la adicción, y decidieron echar el freno antes de que fuera demasiado tarde. Hablamos de gente de entre 25 y 49 años, de la clase alta, universitarios, que se movían como pez en el agua por la web y que un buen día decidieron salir de Facebook y de Twitter y limitar su uso de internet al mínimo y a aspectos muy concretos, como presentar la declaración de la renta, echar un vistazo al correo o comprobar la cuenta del banco.
Enric Puig Punyet es otro desconectado. Doctor en Filosofía por la Universidad Autónoma de Barcelona y la École Normale Supérieure de París, profesor en la Universitat Oberta de Catalunya y escritor, artista y comisario independiente, empezó a sentirse tan desbordado por internet, tan peligrosamente enganchado, que decidió levantar muros.
“Sentía saturación tras horas y horas navegando a la deriva, saltando de una página a otra sin ton ni son, viajando de un hipervínculo a otro, en apariencia haciendo de todo pero en el fondo no haciendo absolutamente nada, porque con mucha frecuencia la información que obtenemos después de un día pegados a la pantalla es dispar, en ocasiones contradictoria y no tardamos en olvidarla”, sentencia.
“Sentía que internet me estaba esclavizando, que era una relación parasitaria que afectaba a mi dinámica familiar”. Así que optó por tomar las riendas e imponerse un control sobre la red.
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