Su negocio era próspero hace años.
Una multitud de clientes hacía fila en sus vehículos al frente de su casa, en el oeste de Maracaibo, Venezuela, donde desde su juventud administraba un negocio en el que vendía periódicos, cigarrillos, café, tiques de lotería y bocadillos.
Por Gustavo Ocando Alex / voanoticias.com
El quiosco mutó de facto en 2015. Hoy, es una venta de garaje.
Sus productos ya no son novedades. Tienen tufo a antigüedad, a desgaste, a uso.
“He vendido hasta cauchos, zapatos, tubos, las protecciones de mis aires acondicionados. Lo hago pa’ defenderme”, cuenta Henry Cervantes, un venezolano de 48 años, mientras gesticula como quien se lleva un pedazo de comida a la boca.
Hoy, remata lo que le queda: dos sacos de traje de vestir sucios; una camisa de mangas cortas; revistas sobre la mujer y la salud de 15 y 20 años atrás; viejos libros y discos compactos; y películas pirateadas, entre ellas Los Juegos del Hambre e Invictus.
De su antiguo negocio, no quedan ni los anaqueles de diarios y revistas.
“Tuve que venderlos. Ya no tengo capital y ahorita lo que te provoca es comer. Tengo el estómago medio vacío”, confiesa el hombre, delgadísimo.
Henry Cervantes, ex vendedor de diarios y revistas, ha tenido que vender hasta los viejos anaqueles de su quiosco para poder alimentarse. #Venezuela pic.twitter.com/1i3PkpnXDK
— Voz de América (@VOANoticias) October 22, 2019
El salario mínimo mensual en Venezuela cubre el 1,1 por ciento de la canasta básica alimentaria, según el Centro de Documentación y Análisis para los Trabajadores, una asociación civil que analiza el universo sociolaboral del país desde hace 43 años.
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura reportó en julio pasado que la subalimentación en Venezuela aumentó casi cuatro veces entre 2012 y 2018 y advirtió que 6,8 millones de venezolanos no pueden alimentarse.
En ciudades como Maracaibo, en el occidente del país, fronteriza con Colombia, es común que ciudadanos pongan a la venta sus pertenencias en urbanizaciones de clases media y baja, cazando clientes que transitan a pie o en sus vehículos.
Las ventas de garaje en Venezuela no son un fenómeno nuevo.
El país, rico en hidrocarburos, atrajo a miles de trabajadores estadounidenses de compañías petroleras durante décadas. Gracias a ellos, se pusieron de moda costumbres como las ventas de garaje para renovar mobiliarios o financiar mudanzas.
Ellas tomaron auge desde 2015 con un tono diferente, sin embargo, desde que inició la ola migratoria de centenares de miles de venezolanos hacia otros países.
La mayoría vendía ropas, maquillajes, antigüedades y todo tipo de herencias familiares, como joyas, para cubrir los gastos de viajes y mudanzas al exterior.
En los últimos tiempos, a medida que la crisis económica arreció, el propósito de esos comercios caseros dio su enésimo giro: es vender para poder comer.
Gustavo Machado, economista y profesor de la Universidad del Zulia, explica que es una práctica comercial que busca paliar la crisis financiera que atraviesa el país.
“Dada la insuficiencia de sus ingresos, los ciudadanos se ven obligados a liquidar sus activos para tener recursos para satisfacer sus necesidades”, detalla.
Antonio Cabrera, un ex transportista de 58 años, copa desde hace dos años la acera de su vivienda en la urbanización San Jacinto con electrodomésticos y muebles a la venta.
Sobre dos mesones, muestra taladros, una licuadora, una tostadora, una máquina de coser, una plancha de ropa, dos módem de Internet y múltiples herramientas.
Vendió en los últimos meses dos camas, un aire acondicionado y una cocina suyos para subsistir junto a sus dos hijos varones, mientras su esposa y su hija viven en Medellín, Colombia.
“Lo hago para comer, pero las ventas están malísimas”, apunta.
Este mes, no ha vendido un solo artículo. Esta tarde, comenzó a ofrecer a sus clientes paquetes de arepas asadas para intentar que repunten las ventas.
Antonio ha perdido 60 kilos de peso en dos años. Ingiere menos alimentos, admite. “Estamos controlando las comidas. Solo comemos dos veces al día”, dice.
Antonio Cabrera, ex transportista venezolano, ha vendido dos de sus camas, un aire acondicionado y una cocina para subsistir junto a sus dos hijos. #Venezuela pic.twitter.com/KC11A04efU
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En la ciudad, operan desde hace años mercados en avenidas principales, como El Milagro y La Limpia, donde centenares de personas alquilan entre viernes y domingos un puesto para ofrecer sus productos, generalmente usados.
Lo curioso de los últimos tres años es que centenares de venezolanos decidieron abrir de manera permanente las puertas de sus casas para vender lo que tengan a mano.
Esas ventas de garaje están disponibles la mayoría de los días de la semana. La mayoría de los pagos se realizan con monedas extranjeras, especialmente con dólares en efectivo. Las transacciones en bolívares son poco apetecibles.
“La devaluación de nuestra moneda es triste. La cara de Bolívar da lástima”, ironiza Ricardo, de 55 años, quien desde 2016 vende todo tipo de artículos en el frente de su casa en el sector 18 de Octubre.
Su exhibición es quizá la más variopinta de la zona norte de la ciudad: tiene una jaula de pájaros; una guitarra acústica; una carretilla para construcciones; dos raquetas de tenis; un carrito de juguete a control remoto; y salvavidas para transportes lacustres.
Un hombre en una camioneta se detiene en la calle para preguntarle por un mueble de cuatro gavetas. Arranca, decepcionado, cuando le contesta que cuesta 100 dólares.
“A veces, estoy sentando solo viendo los carros pasar. Las cosas están duras. Esto es pa’ puro comer. Muy rara vez es pa’ uno vestirse (comprar ropa)”, admite.
Meses atrás, vendió dos de sus muebles, una máquina de coser y ollas de su propiedad, pero ahora transa casi exclusivamente con productos de terceros, a quienes llama “gente de confianza”, como vecinos y familiares.
Jaime Durán, de 63 años, trabaja como obrero en una universidad pública, pero al menos tres veces a la semana se instala en una calle principal del norte de la ciudad para ofrecer zapatos, cunas de bebé y neumáticos de amigos y conocidos.
Exhibe hasta una silla de ruedas en estado aceptable.
A cada venta, le gana un mínimo de 10 por ciento.
Dos días antes, fue su último negocio “bueno”: una señora que caminaba cerca de su puesto le pagó 20 dólares en efectivo por una maleta pequeña.
“Sí se mueve el negocio”, asegura, mientras recibe el pago de un hombre por un paquete de cigarrillos.
Guarda el billete de bolívar en una cajita de madera.
Y sonríe. “No se puede uno quejar”.