El comedor y los puntos de atención sanitaria de La Parada se traducen en un alivio para miles de venezolanos. Niños, mujeres y ancianos son la prioridad para los especialistas de los centros de salud.
Por Jonathan Maldonado / lanacionweb.com
La Parada, en Colombia, no solo se ha convertido en un gran mercado a cielo abierto, donde miles de venezolanos adquieren productos a diario; también es el punto del rebusque de una gran porción de migrantes que se queda en la localidad para hallar nuevas oportunidades. Allí, la venta informal es el comodín de la mayoría, mientras la calle es el vasto dormitorio de muchos.
A simple vista, esta zona convulsa da la impresión de ser solo el primer puesto comercial con el que se tropiezan los venezolanos tras cruzar el puente internacional Simón Bolívar; sin embargo, una vez se adentra en sus calles y veredas, la realidad se hace mucho más compleja y difícil de entender.
Eran cerca de las 6:00 p.m., hora de venezolana. Solo faltaban tres días para que cesara el mes de octubre. El equipo de La Nación atravesó la bulliciosa zona comercial y se internó en sus espacios menos transitados. Allí, luego de la ajetreada jornada laboral, grupos de venezolanos convergen para armar sus cocinas a leña y bañarse en una quebrada, nada cristalina, de la que niños y adultos se han apropiado.
Los gritos de los infantes se mezclaban con el arduo trabajo de los adultos. Usan ladrillos para acomodar sus cocinas. La leña la buscan entre los arbustos de algunas zonas no habitadas. Cualquier rama o palo seco es una buena opción para prender fuego. Ese día (28 de octubre), varias familias estaban ensimismadas en la preparación de la cena, pues la tarde caía y la oscuridad se cernía sobre ellas, recordándoles que ningún techo les esperaba, solo la frialdad del concreto.
El menú era variado. Algunos preparaban arepas de trigo, que acompañarían con corazones de pollo, hallados en la basura. Otros, a escasos metros, hacían patas de pollo que sazonaban con abundante cebolla, cebollín y pimentón. Nada los detenía ni los alteraba. Las preguntas las respondieron sin adornos ni tapujos.
“Anhelo que mis hijos vuelvan a estudiar”
Margaret Salas, de 36 años, se vino hace cinco meses de Valencia, estado Carabobo, con su pareja y tres hijos. El hecho de que el dinero no les alcanzara para comer, los empujó hacia Colombia, específicamente a La Parada. “Aquí nos toca fuerte -soltó-, pero aunque sea nos alimentamos”.
—Mucha gente nos critica porque dormimos en la calle con los niños; pero prefiero esto, a no tener las tres comidas para ellos -confesó con un nudo en la garganta, que se iba haciendo más intenso a medida que continuaba su relato-. Es duro y no le deseo esto a nadie. Añoro estar bajo mi techo.
En el tiempo que lleva en la localidad, Salas no ha logrado que sus infantes sean insertados en el sistema escolar colombiano. “Salimos un domingo, sin haber planificado mucho. No tengo a la mano los documentos que me exigen en las escuelas de acá”, aclaró, ya con lágrimas surcando su rostro. “Anhelo verlos estudiar de nuevo”, dijo.
En diversas oportunidades, aseguró, se han acercado personas y les han regalado mercados. “En estos días se estacionó un señor en una camioneta y, al vernos, me dijo que iba a traer algunas bolsas con comida. Nadie hizo caso, solo yo. Cuando regresó, y me vieron con las bolsas, quisieron correr tras él, pero al ver tanta gente, se asustó y se fue”, lamentó.
—A veces no sabemos comportarnos -reconoció Salas-. Uno debe ser más prudente y no ser tan impulsivo. Está claro que hay necesidad, pero en muchas oportunidades nuestras actitudes corren a la gente, a quienes nos quieren tender la mano con un mercado, ropa o cualquier otro tipo de donación.
“En Venezuela sentía que me moría lentamente”
—En Venezuela me sentía inseguro. Aparte de la fallas de los servicios básicos, cada día estábamos más carentes. Sentía que nos estábamos muriendo lentamente, pero con la sonrisa en la cara -manifestó Antonio Grimaldo, de 34 años, y con ocho meses en La Parada-. Duermo en la calle, cocino en la calle; en ocasiones, cuando me queda algo, pago una habitación, pero es muy esporádico.
Pese a las carencias en las que se desenvuelve, se siente aliviado por tener qué comer. “Con 1.000 pesos, que me los gano a diario, puedo comerme un perro caliente; en cambio, en Venezuela, uno debe esperar un mes para comerse algo parecido”, aseguró, como si la comparación le diera cierta fuerza para soportar su actual condición.
Grimaldo lamentó que la plaza laboral en la zona sea tan escasa. Este escenario lo ha llevado a realizar diversas funciones, pues no tiene un oficio fijo. En ciertos momentos, cuando algún habitante de la zona se lo pide, le ayuda a barrer el frente de su casa y a recoger la basura; también suele cargar maletas o costales a cualquier ciudadano que requiera el servicio. “Así voy; Dios es grande”, dijo.
—Yo he ido a otras ciudades, como Medellín y Bogotá, y es parecido el calvario que debemos enfrentar muchos venezolanos –aseveró, para luego aclarar que prefiere estar en La Parada-. Tenemos un comedor, hay atención médica. Por ser miembro de la comunidad LGBTQ, me han ofrecido otras ayudas. En lo concerniente al trato en Colombia, indicó que no se ha sentido rechazado ni excluido. “Nosotros, los venezolanos, somos más alborotados, aquí la gente es más respetuosa, siempre hay un `buenos días´, `buenas tardes´”, agregó.
“Si comes, no pagas arriendo”
En los 10 meses que lleva en La Parada, Mariel González, de 29 años, no ha conocido el amparo de un techo. Dejó Maracay con la ilusión de alcanzar mejor calidad de vida. Hasta la presente, no ha cristalizado su meta. “Uno llega aquí sin ninguna clase de apoyo, es muy difícil”, confesó mientras preparaba arepas de trigo, para ella y otras cuatro personas.
González se vio en la necesidad de dejar a su hijo, de 12 años, con la abuela. “Hablo cada 15 días o cada mes con ellos, cuando me sobra algo de dinero”, resaltó. “Esto ha sido una experiencia que nunca se me va a olvidar, a uno le cambia hasta la personalidad”.
—Aquí el problema es que si comes, no pagas arriendo – confesó con la mirada fija en la preparación de su comida-. Hay gente que te trata muy mal, otros que te hacen desprecios, pues piensan que todos llegamos a lo mismo: hacer daño o apropiarnos de lo ajeno, situación que no es así; la mayoría queremos trabajar.
La joven, para sobrevivir, ha hecho de todo. “He cargado sacos y maletas por las trochas; he trabajado en negocios de venta de comida, y ahorita, lo que más hago, es reciclar. Camino por muchos sectores buscando el plástico, que luego vendo”, narró, al tiempo que lamentó no tener un empleo formal.
—Lo que más anhelo es que en Venezuela haya un cambio pronto, para volver con mi familia. Nada como estar en tu casa, con los tuyos. Aquí uno come, pero el hecho de tener que dormir en la calle, pega bastante -subrayó mientras se acomodaba con su plato de comida debajo de una veranera, árbol que le brinda el cobijo que aún no ha conseguido en una casa.
“Si no es de prostituta, no hay trabajo”
A Aslhie Trujillo, de 29 años, le han llegado varias ofertas de trabajo y todas están vinculadas con la prostitución. Pese a que se ha negado, confesó que muchas de sus amigas se han sumergido en este mundo. “La necesidad las obliga. Gracias a Dios, yo tengo a mi novio y nos ayudamos con los gastos”, puntualizó.
Caracas era la ciudad en la que Trujillo se desenvolvía como pez en el agua. Allá, en la capital venezolana, viven sus tres vástagos con la abuela. “Mi sueño es poder traerme a mi mamá con los niños. Para ello, debo tener un trabajo estable. En la actualidad, se me hace cuesta arriba”, añadió.
Aunque tiene conocidos en otros departamentos, le teme al hecho de tener que viajar como mochilera para llegar a esos destinos. “Me aterra ese punto, por eso sigo acá y en la búsqueda de que se me abran otras puertas”, enfatizó con la esperanza puesta en un mañana con oportunidades claras.
—Cuando no puedo pagar para lavar la ropa, me vengo a la quebrada y aprovecho el agua -indicó la joven, con el miedo de que su madre pueda leer estas líneas-. Ella está en Caracas. Espero que nunca vea esta entrevista
-sonrió, revelando cierto nerviosismo y angustia-.
Otra de las preocupaciones que navegan por la mente de Trujillo es la nula posibilidad para ahorrar dinero. “Todo se gasta en comida y arriendo. No queda ni para mandarle a los parientes”, narró quien tacha de “espantoso” el tener que pasar la noche en la calle.
“En Valencia no hay trabajo”
Jorge Luis Sánchez, de 30 años, es relativamente nuevo en La Parada. Tiene mes y medio en la zona, tras haber abandonado Valencia, su ciudad natal. La falta de trabajo en lo que sabe hacer, albañilería, lo motivó a tomar la decisión.
“Es rudo, pero al menos se consigue la comida”, recalcó. “Ahora me sostengo reciclando o cargando bultos por trochas o por el puente”, contó el padre de dos niños. “Voy a volver a Valencia para traerme al mayor, de ocho años. A la mamá, aunque trabaja, se le complica estar pendiente de los niños. “No le alcanza el dinero”, dijo.
—Lo más complicado, desde mi punto de vista, era quedarme en Venezuela.
Allá no hay nada que hacer. Todo ha decaído muchísimo -refirió Sánchez mientras se preparaba para sumergirse en la quebrada-. Aquí uno va haciendo sus amistades y nos vamos colaborando.
El joven prefiere dormir en la calle para ahorrarse ese dinero. “Si uno va guardando los 5.000 pesos diarios del alquiler, al mes se puede tener una cantidad que sería de gran utilidad para los que aún están en Venezuela”, sentenció.