Creía Enrique Krauze, y nosotros con él, que las extraordinarias manifestaciones del estudiantado universitario de Caracas a comienzos del milenio, que salían a enfrentar a pecho descubierto los tanques y las bayonetas de los ejércitos del castro comunismo venezolano, eran el comienzo del despertar de una juventud que, caso único en América Latina, no sólo se negaba a la seducción del castrismo revolucionario, sino que estaba dispuesta a combatirlo con la propia vida. “Aquí entro a las universidades y me aplauden” – dijo burlón el gran historiador mexicano. “En México, mi propio país, me lanzan tomates”. Creía que mientras nosotros estábamos al fin de un ciclo de terror, México recién lo comenzaba.
Se equivocaba Enrique, como se equivocaba Vargas Llosa, que conmovido por la actitud liberadora y antimarxista del estudiantado universitario venezolano pensaba que por primera vez en su historia, el liberalismo comenzaba a echar raíces en un país latinoamericano. Y además, caribeño. Menospreciaban ambos, cosa que no sucedía ni con Simón Alberto Consalvi ni con nosotros, la hondura de las raíces de la barbarie venezolana, más cultural y antropológica que política y profundamente afincada en los cuarteles y en los barrios bajos de los partidos políticos venezolanos; la inmensa fragilidad de las fuerzas democráticas y la crueldad sanguinaria de que esa barbarie era capaz, como lo demostrara con los sangrientos sucesos de la Guerra a Muerte que hiciera posible la independencia. Un hijo de Patricio Aylwin, de paso por Caracas en los comienzos de la tragedia, le advirtió con inmensa preocupación a uno de sus amigos venezolanos que debíamos tener muchísimo cuidado. “Me asombra el parecido de los venezolanos con los cubanos”, le dijo con gran agudeza. Imitar el habla de los cubanos era una de las diversiones del venezolano. No sabíamos cuán lejos podía llevarnos esa ansiedad mimética.
El tiempo ha permitido que esa naturaleza bárbara, caudillesca y militarista del venezolano feo, que lleva veinte años de haber asaltado el Poder y que parece inamovible en sus altas posesiones, encuentre perfecta expresión en ese espécimen nativo del hampón, el narcotraficante, el ladrón, el asaltante y el asesino que sirviera las escuadras del chavismo y amparado en todas las malas artes del crimen político inventara, bajo asesoría y dirección intelectual del castro comunismo cubano, al que sirve y mantiene, los nuevos mecanismos del asalto al poder: desestabilización institucional, elecciones fraudulentas y trucadas, resquebrajamiento de la unidad interna de las fuerzas armadas, manifestaciones devastadoras de militantes fanatizados por el marxismo y el guevarismo revolucionario.
Desde luego: sin olvidar el asalto a los ingresos petroleros, en el caso de Venezuela, y el financiamiento de costosas campañas electorales, capaces de entronizar a sus pandillas asaltantes: los Kirchner en Argentina, Pepe Mujica y los Tupamaros en Uruguay, Lula da Silva y Dilma Rousseff en Brasil, Rafael Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia, López Obrador en México, etc., etc., etc. Inescrupulosidad desatada y corrupción sin límites, irrespeto a las instituciones constitucionales, represión batiente, hambre y miseria. Imposible olvidar que el venezolano feo inventó la crisis humanitaria venezolana, generó expresamente, con maldad y alevosía, millones de migrantes encargados de desestabilizar regiones perfectamente estabilizadas, prósperas y democráticas, como Chile, y frenó el avance del liberalismo en la región. Hoy arrinconado y acobardado en Piñera, en Iván Duque y en Jair Bolsonaro.
El venezolano feo ha salido de sus catatumbas a reforzar el asalto al Poder del castrismo cubano. Que, gracias a él, y sólo gracias a él, ha podido sobrevivir y se ha atrevido a renovar su ataque a la paz y la democracia en América Latina. Frustrada, la rebelión venezolana no anuncia el principio del fin. Anuncia el fin del principio.