Gloria M. Bastidas: De cómo los dictadores se apropian de los relojes

Gloria M. Bastidas: De cómo los dictadores se apropian de los relojes

En 1946 se estrenó una película de Orson Welles titulada El extraño. Nunca tan genial como Ciudadano Kane, pero es una bella cinta tocada por la magia del blanco y negro. Acabo de verla: Forma parte del catálogo de Netflix. Trata de un fugitivo nazi que se instala en un apacible pueblo de Connecticut con una identidad postiza. Su nombre real es Franz Kindler. En su nueva vida se llama Charles Rankin. La pirueta migratoria le ha convertido en un discreto profesor de Historia en la escuela de Harper. Rankin conquista a la hija de un magistrado de la Corte Suprema de Estados Unidos y se casa con ella. El nazi ha sido muy cuidadoso: Antes de huir de Europa, ha borrado todo vestigio que facilite seguirle el rastro. Resulta difícil dar con su paradero porque, además, nunca figuró en público. Le gustaba el anonimato. Actuaba en la trastienda y era -como suelen ser muchos psicópatas- genial. No existe ni una foto suya. Es un ser fantasmal.

Por Gloria M. Bastidas / lagranaldea.com

Kindler es una presa codiciada: De su mente salió la macabra idea de la “solución final”. Míster Wilson, un agente encargado de perseguir a los criminales de guerra y de llevarlos ante la justicia, lleva a cabo las pesquisas. El detective urde una trampa: Propone que un antiguo subordinado de Kindler, que está a punto de ser ejecutado en Checoslovaquia, sea liberado para que los conduzca hacia él. Así ocurre: Konrad Meineke toma un barco y llega a América. Un contacto le permite dar con el paradero de Kindler. Míster Wilson va detrás de él, como una sombra. Meineke se da cuenta de que el detective lo sigue y lo hiere levemente. El detective se desmaya. Y Meineke da con Kindler. El psicópata sabe que a su subalterno lo han puesto en libertad para llegar hasta él. Lo asesina. Míster Wilson desconoce que su principal pista ya es cadáver. Cuando el investigador despierta del mazazo que le ha asestado Meineke, sigue en la búsqueda de Franz Kindler.

Míster Wilson revisa la lista de todos los forasteros que han arribado a Harper en el último año. Le llama la atención un nombre: Charles Rankin. El sabueso va a casa del suegro de Rankin con el pretexto de ver la colección de antigüedades del magistrado. Allí coincide con Rankin y su esposa, quien se impresiona porque míster Wilson y su marido comparten una misma pasión: La fascinación por los relojes. Esta es la otra gran pista con la que cuenta el investigador: El pasatiempo de Franz Kindler. El sabueso dice en una escena de la película (todo detective sabe algo de psiquiatría) que el gusto del nazi por ellos raya en la manía. Kindler siempre está nervioso y lo único que lo calma -su ansiolítico- es instalarse en la torre de la iglesia del pueblo para tratar de arreglar el reloj, que no funciona desde hace un siglo.

Toda la familia termina sentada a la mesa: Un banquete espontáneo con míster Wilson como invitado. La conversación fluye hasta que desemboca en el tema de Alemania. Rankin despotrica de los alemanes y, en un momento, dice que Marx no era alemán sino judío. Míster Wilson se va a su hotel. Hace una llamada a Washington. Dice a su interlocutor que Charles Rankin está fuera de toda sospecha y que se va de Harper al día siguiente. Se duerme. Luego despierta sobresaltado. Se da cuenta de que sólo un nazi diría que Marx no era alemán. Además: A Rankin le obsesionan los relojes. Probablemente, míster Wilson quedó tan aturdido con el mazazo que le asestó Meineke que no ató cabos. El agente pone al corriente al magistrado y a su hija de la verdadera identidad del nazi. En medio de su nerviosismo, Kindler logra una hazaña: Arregla el reloj de la torre de la iglesia. Al final de la película, el psicópata se ve acorralado en el templo. Abajo lo espera una turba. El pueblo de Harper se ha congregado para lincharlo. La esposa le da un tiro. Kindler se abraza al reloj. Las campanas suenan y suenan. El nazi pierde el equilibrio, cae y muere. Hasta último momento: El reloj.

II
Viendo la película de Welles se me ocurrió que la obsesión que siente Franz Kindler por los relojes constituye una metáfora de la manía que poseen las mentes totalitarias por controlar el tiempo. Por adueñarse de él. En un pasaje de la película, Kindler le dice a Meineke que permanecerá escondido hasta el día que los nazis vuelvan a atacar. El psicópata camuflado en docente no se rinde. Sigue fiel a la promesa de que el Tercer Reich duraría mil años. Esto hacen los totalitarismos: Confiscan los relojes. Los adelantan, los atrasan o los congelan según su conveniencia. Aspiran sin pudor a la eternidad. El sueño de Hitler se vio truncado: Las Fuerzas Aliadas acabaron con él en 1945. Pero el Führer y quienes lo secundaron adelantaron el reloj para provocarles la muerte a seis millones de judíos. Manipularon las manecillas para consumar el Holocausto. ¿Cuánto habrían vivido las víctimas de las cámaras de gas si hubieran completado el ciclo biológico que les correspondía? Los dictadores se aferran a los relojes así como el psicópata Franz Kindler se aferraba al de la torre de la iglesia de Harper.

Un caso paradigmático de la cronomanía es el de Corea del Norte. Kim II-sung estuvo al mando desde 1948 hasta 1994. Lo sucedió su hijo Kim Jong-il (1994- 2011). Y ahora quien continúa la tradición del puño de hierro es Kim Jong-un. Son 71 años de dictadura comunista. Corea del Norte da también para un thriller: En 2017 fue asesinado en Malasia Kim Jong-nam, hermano del actual dictador y quien, por ser el primogénito de Kim Jong-il, era el candidato natural en la línea sucesoral. Crimen de novela negra: Dos mujeres le rociaron una sustancia tóxica que los entendidos llaman VX. Kim Jong-nam no tuvo tiempo de sacar el antídoto que al parecer cargaba en su mochila.

Kim Jong-nam cayó en desgracia en el 2000: El linaje no es un salvoconducto en ese país de sombras e intrigas. Le tocó irse al exilio. The Wall Street Journal llegó a asomar tiempo después del asesinato que Kim Jong-nam habría sido confidente de la CIA. La dinastía de Corea del Norte apela a cualquier arma para sostenerse en el poder. Para asegurarse el monopolio del reloj. Su escudo principal -en el tablero de la geopolítica mundial– es el arsenal nuclear. Y, hacia adentro, el terror. Es una sociedad hermética donde la palabra fusilamiento se convirtió en hábito. En Corea del Norte hay que llorar a juro si se muere el “querido líder” y el pueblo debe ser feliz aunque no lo sea. Esto es, como diría Jorge Luis Borges, una “idea absurda”: La felicidad, razonaba el escritor argentino, no puede ser obligatoria.

III
Cuba es otro ejemplo clásico de cómo los dictadores se apoderan de los relojes. Van seis décadas de cronomanía. En julio de 1957, Fidel Castro firmó lo que se conoció como el “Manifiesto de Sierra Maestra”. Se comprometía a celebrar elecciones libres en la Isla una vez depuesto Fulgencio Batista. Pero hay dictadores en gestación que actúan de manera taimada. Huber Matos, uno de los comandantes guerrilleros que entró triunfante a La Habana con Fidel y Camilo Cienfuegos en enero de 1959, muy pronto olfateó que Castro pretendía -para seguir con la metáfora de El extraño– apropiarse de las manecillas del reloj. El viraje que comenzaba a dar Fidel hacia la izquierda totalitaria inquietó a Matos, que cuenta toda esta historia en su libro de memorias Cómo llegó la noche. A finales de 1959, Matos estaba muy claro. Le escribió una carta a Fidel y le advirtió con mucha sutileza que el proyecto revolucionario se estaba desviando. Fidel montó un juicio amañado, lo acusó de conspirador y lo encarceló por veinte años.

El escritor mexicano Octavio Paz, en un ensayo titulado Tiempo nublado, repara en un dato curioso. Dice que en América Latina -desde la Independencia- la democracia había constituido la única fuente de legitimidad histórica. Hasta que debutó Fidel Castro. El Nobel lo explica así: “Las dictaduras, incluso por boca de los dictadores mismos, eran interrupciones de la legitimidad democrática. Las dictaduras representaban lo transitorio y la democracia constituía la realidad permanente, incluso si era una realidad ideal o realizada imperfecta y parcialmente. El régimen cubano no tardó en perfilarse como algo distinto de las dictaduras tradicionales. Aunque Castro es un caudillo dentro de la más pura tradición del caudillismo latinoamericano, es también un jefe comunista. Su régimen se presenta como la nueva legitimidad revolucionaria. Esta legitimidad no sólo sustituye a la dictadura militar de facto sino a la antigua legitimidad histórica: La democracia representativa con su sistema de garantías individuales y Derechos Humanos”.

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