Historiador y editor de Letras libres, el mexicano Enrique Krauze es autor del reciente El pueblo soy yo (Debate) donde disecciona el poder en América Latina echando mano de la historia, la filosofía y la literatura. Allí asegura que “las dictaduras son escuelas de democracia, pero su lección se olvida pronto” y que “el populismo avanza cuando tenemos miedo de pagar el precio de decir la verdad y ser impopulares”.
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El pueblo soy yo (Debate) es el título del último libro de Enrique Krauze, un volumen sin segundas lecturas que dispara contra la entrega del poder absoluto a una sola persona., escribe Felipe Ojeda en su reseña sobre el libro de Krauze publicada en el diario chileno La Tercera.
El libro recorre la experiencia de los regímenes de América Latina y Norteamérica desde el siglo XVI y se ocupa de la historia de la demagogia en Grecia y Roma, la que califica como “instrumento favorito del poder personal” escribe Ojeda.
Krauze advierte que hemos olvidado “que la democracia es mortal”.
Según el escritor, “hoy nos parece la manera más natural y lógica de gobernarnos, pero desde una perspectiva universal y milenaria veríamos que ha sido una preciosa y frágil excepción en el tiempo y en el espacio”, asegura entrevistado por el sitio Letras libres. ¿Por qué? “Porque exige renuncias: responsabilidad y madurez al ciudadano para elegir a sus líderes y para pedirles cuentas por lo gobernado. Requiere reflexión y racionalidad y sólo prospera al conciliar renuncias y frustraciones mutuas”.
El autor señala al populismo como el sistema de gobierno más habitual. “Está en eterno retorno”, dice, “porque hemos evolucionado como humanos para preferir una idea mesiánica y un salvador que la encarne frente a un enemigo al que culpar de todo. Y ahora Occidente vuelve a caer en él”.
¿El primer síntoma del populismo? “Empieza cuando los más lúcidos renuncian a decir la verdad frente a las fantasías ideológicas que halagan a la mayoría por miedo a ser impopulares y que les señalen con el dedo”.
Y avanza y progresa con la movilización continua. “El populismo moviliza permanentemente a sus bases”, dice Krauze en su diagnóstico, “porque su poder emana de ocupar todos los espacios hasta reducirlos a altavoces de su programa. Hace suya la plaza pública y en ella se manifiesta su majestad el pueblo: la masa vociferante que grita día y noche: ‘¡El poder para los que gritan! ¡El poder para el pueblo!’.
“El populismo, además, necesita un enemigo obsesivo y omnipresente al que culpar de todas las desgracias y cuya derrota supondrá el advenimiento de la plenitud popular”, señala el escritor.
Fantasías ideológicas, movilización permanente y un enemigo omnipresente, pero, además, “el populismo desprecia el orden legal democrático vigente para sustituirlo por una supuesta voluntad popular directa que emana de la indiscutible legitimidad de su causa. Abomina de los límites racionales a su fantasía ideológica e ignora a quienes no la profesan. Considera cualquier freno a su acción oligárquico, aristocrático y contrario a la voluntad popular. Y acaba por entregar el poder a un solo pueblo, un régimen, una idea y un solo líder”, concluye el escritor.
Tal vez el siguiente extracto de su prólogo aclare mejor las razones para publicar la serie de ensayos que componen El pueblo soy yo:
Tras el atroz siglo XX —si privara la razón, si sirviera la experiencia— un libro sobre el poder personal absoluto sería un ejercicio de tautología. No lo es, y es misterioso que no lo sea. El poder absoluto ha encarnado desde siempre en tiranos que llegan a él y se sostienen por la vía de las armas (como tantos militares africanos e iberoamericanos, genocidas varios de ellos). Ese tipo de poder desnudo y brutal ha sido condenado axiomáticamente desde los griegos. Pero en el siglo XX los más letales han sido los otros, los dictadores a quienes rodea un aura de legitimidad proveniente de ideologías, costumbres, tradiciones o del propio carisma del líder.
La revolución marxista, promesa de una nueva humanidad, encumbró a Lenin, Stalin, Mao, Pol Pot. Las masas de jóvenes fascistas, cantando “Italia dará de sí”, llevaron a Mussolini al poder y a Italia al abismo. Una parte de sus compatriotas vio en Franco al “caudillo de España por la Gracia de Dios”. Hitler llegó al poder por la vía de los votos y se mantuvo 11 interminables años (quizá los más aciagos de la historia humana), apoyado por la adoración histérica de casi toda Alemania. ¿Cuántos muertos dejó la contabilidad acumulada de esos regímenes? Centenares de millones. ¿No es ésa una prueba suficiente para repudiar la concentración absoluta de poder en un líder, quien quiera que sea, donde quiera que aparezca, cualquiera que sea su atractivo, su mensaje o ideología? Por lo visto, no lo es. Ni priva la razón ni sirve la experiencia. Por eso no es inútil escribir un libro más sobre el tema.