El cónsul de Venezuela solía pasear a su perro a primera hora de la mañana por las calles todavía desiertas de Malasaña. Vestía chaqueta negra de corte largo, zapatos de cuero, camisa planchada en la tintorería, un cinturón con una hebilla dorada. Al regresar al edificio aguardaba en la entrada unos segundos, sin tocar el timbre ni hacer ademán de sacar el juego de llaves del bolsillo. Hacía oídos sordos a la chicharra que anunciaba la apertura automática. Esperaba hasta que el portero abandonara la garita y empujara por él el pesado portón de acceso.
Por: Juan Diego Quesada | El País
—Es el gesto mínimo para un hombre de mi condición—, se justificaba el diplomático cuando oía al bedel rezongar de mala gana.
Durante los últimos cuatro años, el señor que se presentaba a todo el mundo como cónsul ha vivido en este céntrico barrio de Madrid, cerca del poder y la toma de decisiones de la nación. En este tiempo alquiló tres apartamentos y dos locales comerciales a caseros satisfechos por firmar un contrato de arrendamiento, con todas las inseguridades que eso conlleva, con el representante de un Gobierno. Una nómina segura a fin de mes. Sus modales exquisitos agradaban de primeras. Era cortés y respetuoso, con un deje aristocrático. Aunque a veces, como con el portero de su edificio, también se mostraba distante, quizá para marcar una línea entre la gente corriente y un emisario del chavismo del más alto nivel.
Luis Alberto Ramírez, conocido por sus allegados como Beto, un venezolano de 37 años, aprovechó esa supuesta posición para hacer negocios e introducirse en círculos de influencia. Como empresario, prometía a sus compatriotas recién llegados a España agilizar los papeles, usando también su condición de abogado, colegiado en Madrid, experto en inmigración. Mostraba un carné, firmado por la decana, con el número C370047. Los inmigrantes se sentían bendecidos por toparse nada más llegar con un personaje tan bien conectado. En esas charlas, a la mínima ocasión, presumía de sus contactos en el Sebín, el servicio secreto venezolano, y en PDVSA, la petrolera estatal: “Muerto el presidente Chávez, Maduro es el que me otorga todos los privilegios”.
El pecado original de Beto es que todo se basa en una farsa, una gran mentira. Ni es cónsul ni abogado ni tiene tratos con espías ni con grandes empresarios. La historia de su vida es un cúmulo de invenciones, una alucinación en la que han quedado atrapados como en un cepo aquellos que le creyeron alguna vez. “No tenemos ni idea de quién es”, dice una portavoz de la embajada venezolana. “Esta persona no se encuentra colegiada”, informan desde el comité de deontología del Colegio de Abogados. La policía le busca desde marzo por un delito de usurpación de identidad y estafa. Son continuas las visitas de los agentes al edificio en el que se negaba a abrir la puerta con su propia mano. Necesitaba asistencia.
En los juzgados de Plaza de Castilla hay abiertas dos causas contra él, según fuentes judiciales. Cualquier condena podría conducirle a la cárcel. En 2016, en el juzgado de lo penal número 8, fue condenado en firme a dos años de prisión, en el procedimiento abreviado 63/14. En septiembre de este año no se presentó a un juicio rápido en el que estaba acusado de amenazas. La causa quedó archivada.
El estilista Julio Matamoros regenta una peluquería en el interior de un gimnasio de lujo situado en la segunda planta de la estación de Chamartín. El local está repleto un día entre semana. Hay caras conocidas entre la clientela, reyes y reinas de las revistas del corazón. Matamoros, con gafas de concha, hablar pausado y maneras amables, recibió un buen día un fax de Beto, con el siguiente encabezado: “Ante todo extenderle mi más cordial saludo socialista, revolucionario, amistoso y conciliador”. Le acusaba de usar en el logotipo de su peluquería una corona de laurel que había plagiado a una empresa suya. Le exigía 22.000 euros en el menor tiempo posible.
“Trató de extorsionarme a mí y a medio Madrid. Él siempre actuaba amedrentando a la gente, haciendo psicoterror. Traía el chip del lumpen venezolano”, cuenta Matamoros frente a un café. El peluquero, lo ignoró, pero Beto no se dio por vencido y contactó con la familia de Matamoros en Venezuela. “Mi mamá lloraba. Decía que había que darle el dinero a ese hombre. Le daba miedo. Yo me negué. Beto tiene mucha verborrea y asusta a la gente, te amenaza. Iba a llevar el caso a la policía, pero dejé de contestarle y él paró”.
El diplomático acostumbrado a manejar las sutilezas del lenguaje, un político vestido de frac, se transformaba de repente en un tipo violento. Entonces, según él mismo, se convertía en ‘Hierbamala’, un alter ego criminal. Comenzaba una guerra psicológica con los receptores de sus mensajes de final incierto. Enviaba a sus víctimas el número de calle en el que vivían, cómo se llamaban sus padres, cuáles eran sus rutinas. Fabricaba papeles del Sebín con información falsa para cincelar la mentira de que era un espía con acceso a documentos secretos. El engaño aterrorizaba a los venezolanos expatriados, que sufrían por el destino de sus familiares en su país. En realidad, eran datos que conseguía por redes sociales. Hasta amenazaba con enviar a un par de sicarios: “(teléfono de la víctima) este es el número, rastréalo con el F59 y dame ubicación exacta para enviar al ruso y al gitano”.
Pasado en Venezuela
Los días en los que Antonio Ledezma, el alcalde de Caracas, fue detenido resultaron especialmente perturbadores para Beto. Era 2015 y quienes lo trataron en esa fecha confirman su excitación extrema. Con la cara pegada a la televisión, los ojos a punto de salírsele de las cuencas, repetía una y otra vez que la detención del político, opositor al chavismo, era obra suya. El Sebin, según él, le había mandado infiltrarse en el círculo íntimo de Ledezma. Como hizo Ramón Mercader con Trotsky. Solo que el arma de Beto no fue un piolet, sino un dosier con supuesta información confidencial.
La historia tiene un gramo de verdad y toneladas de mentira. Esa historia de espías solo está en su cabeza. Beto era reportero en una radio venezolana cuando fue contratado por la fundación Acción Social de la Alcaldía de Caracas, dirigida por Mitzy Capriles, la esposa de Ledezma. En efecto, Beto estuvo cerca de Ledezma, pero no en su entorno más íntimo. “Estuvo trabajando con nosotros unos meses hasta que nos dimos cuenta de que tenía una actitud inadecuada. Le pedí que renunciara al descubrir que falsificó un cheque de la fundación. Era un inventor de cosas. De esta persona tengo muy malos recuerdos”, cuenta Capriles por teléfono. Por supuesto, considera una “fantasía total y absoluta” que él tuviera algo que ver con la detención de su marido, que hace dos años se fugó de Venezuela. Desde entonces, vive exiliado en Madrid.
Después de su paso por la Alcaldía de Caracas, Beto fue representante de artistas en Venezuela. Imposible saber cómo se introdujo en ese mundo. En 2005, con solo 22 años, comenzó a gestionar la carrera de una cantante, Mayré Martínez, ganadora de la primera temporada del reality show Latin American Idol y más tarde jurado en La Voz. El entorno de la artista reconoce que existió esa relación, que acabó mal. Beto también fue pasante de la estrella televisiva Martha Rodríguez Miranda. Lo recuerda como un muchacho inteligente y comprometido, que sin embargo le disgustó cuando seguía haciéndose pasar por trabajador de su programa cuando ya no lo era. “Qué vergüenza que un venezolano nos deje esa impresión en otros países”, lamenta la presentadora desde Caracas.
Aunque la realidad es que los principales perjudicados de sus andanzas son los venezolanos afincados en Madrid, una colonia cada vez más numerosa (50.000). Fred Montano, de 33 años, trabajador de una agencia de modelos, confió en Beto como intermediario para alquiler un apartamento en la capital durante tres meses. Le envió 1.200 euros a una cuenta en Alemania. “Se truncó mi sueño de pasar un tiempo largo en España. Nunca recuperé ese dinero”, se lamenta Montano. El tiempo que pasó en Madrid lo aprovechó para denunciar a Beto por estafa en la comisaría de Arganzuela.
El abogado Armando Lucendo Telo lo conoce bien. “Alberto es inteligente, muy especial. Yo sabía que había engañado a gente y aun así, me engañó a mí también”, explica Lucendo por teléfono. Sabe que Beto conseguía dinero de compatriotas con la promesa de hacerles la documentación. Después se esfumaba. Recuerda un juicio en Madrid por este asunto en el que el juez le preguntó si era cónsul, como se había presentado ante sus víctimas.
—Dijo que no, que no lo era. Era la primera vez que lo reconocía.
Pese a todo, Lucendo confió en él cuando quiso invertir en la compra de unos apartamentos en Bogotá. Beto pasaba por una mala racha y él quiso ayudarle. Le engañó, según Lucendo, quedándose con unos 12.000 euros. “Voy a demandarle en Colombia y pedir su entrada en prisión de forma preventiva. Voy a acreditar que este señor se dedica a la estafa. La de Beto ha sido una lección de vida”, añade.
Nueve meses después de que iniciara la investigación por sus fraudes, la policía no ha logrado dar con su paradero. Beto es un fantasma, una sombra que, sin embargo, responde por WhatsApp desde un número de teléfono de Londres. Dice vivir a caballo entre Inglaterra y España (“tengo doble residencia”). Siempre está conectado, disponible para su familia o los más altos responsables del Gobierno venezolano gracias a la tecnología:
—Llevo conmigo una Blackberry satelital, sin sim card. En el hueco donde yo esté de la tierra me consigue mi madre y la gente que trabaja para mí. O el Gobierno de Venezuela.
Pese a las evidencias, insiste en que pertenece al cuerpo diplomático del país sudamericano. “No te voy a decir en qué país estoy acreditado, no te voy a decir en qué país honró la inmunidad diplomática que caduca en 2023. Tenía el viejo pasaporte que era verde y ahora el nuevo, vino tinto. Qué rico”, escribe. Para demostrar su supuesta condición gubernamenetal envía unas fotografías con la expresidenta de la Comunidad de Madrid Cristina Cifuentes (“en esa foto se ve claramente como ella me está haciendo la pelota a mí”) y con el embajador venezolano en Madrid, Mario Isea, en su despacho. En la imagen Isea está de espaldas y no se da cuenta de que está siendo retratado.
Beto corta la conversación de forma abrupta:
—Te dejo. Viene a recogerme mi chófer.
En el barrio de Malasaña dejó un mal recuerdo. Los tres caseros que le alquilaron sus apartamentos acabaron sufriendo las consecuencias. A uno de ellos dejó de pagarle durante un año completo, hasta que se oficializó una orden de desahucio. A otro no le pagó durante seis meses. El tercero de los perjudicados es un abogado de profesión al que adeuda la renta de dos apartamentos. De paso le robó mobiliario de la casa. Las discusiones entre el abogado y Beto fueron a través de email. El moroso firmaba los mensajes con el pomposo cargo de vicecanciller para Latinoamérica del Ministerio del Poder Popular para las Relaciones Exteriores de la República Bolivariana de Venezuela. En esa época, el hombre empezó a mirar los bajos de su coche antes de encender el motor.
“Llegué a pensar que alguien del servicio secreto o del Gobierno venezolano lo protegía”, dice el abogado en su despacho. Le sorprende que haya quedado impune en tantos casos y que la gente se haya plegado a sus exigencias, como si estuviéramos ante un réplica del Pequeño Nicolás. El abogado puso el caso en manos de la policía. También le escribió al CNI, el servicio de inteligencia español, advirtiendo de que en Madrid había un agente venezolano fuera de control: “No me extraña que sus superiores le hayan puesto punto final a su presencia en Madrid enviándole a un destino fuera de España”.
El abogado recopiló decenas de cuentas de correo electrónico de embajadas y empresas públicas venezolanas. A todas ellas envió un informe de 51 páginas sobre el caso de Alberto Ramírez Domínguez, alias Beto. “Hagánselo llegar al presidente Maduro”, rogaba en los mensajes. Solo recibió una respuesta, la de la embajada en Washington, en julio de 2018: “Lamentamos mucho esta situación. Se reenviará para su análisis”. El informe debe estar durmiendo en el cajón de algún burócrata en Caracas. Mientras tanto, continúa la alocada huida hacia adelante de este impostor. A veces cónsul, en ocasiones espía.