El egocentrismo y la sociabilidad que nos caracterizan consiguieron su nirvana. Instagram y Facebook nos han permitido celebrar nuestras actividades cotidianas frente a un público digital multitudinario, y efectivamente son millones los usuarios que documentan y publican su intimidad, convencidos, por alguna elusiva razón, de que la rutina de ejercicios que decidieron realizar es de interés público.
Estos portales han sido extremadamente efectivos en satisfacer la demanda de atención, han hipertrofiado el flujo de los estímulos sociales, con lo cual el individuo difícilmente puede resistir la tentación de dejarse llevar por esa corriente de likes, shares y comentarios. Cada una de esas notificaciones garantiza la liberación de dopamina, un neurotransmisor asociado al placer, y el riesgo de adicción es considerable.
Es bien conocido el mito de Narciso: un joven de buena apariencia que rechazaba arrogantemente a sus enamoradas es condenado por la diosa Némesis a obsesionarse con su propia imagen. Quedaría entonces embelesado por su reflejo en el agua, hipnotizado por su propia belleza, hasta que en su desesperación se suicida ahogándose en el lago.
¿No está igualmente preso de su imagen el usuario que compulsivamente busca público y aprobación en el mundo digital? ¿No está cayendo víctima del egocentrismo aquel que ha decidido hacer de su vida íntima un teatro? La condena de Némesis es reemplazada por un algoritmo diseñado para exacerbar el consumo de contenido, así como por la posibilidad artificial de estar en constante interacción con otros. La inflamación del ego y nuestros impulsos de mamífero social nos hacen presa fácil; quedamos idiotizados frente a nuestra imagen, ya no reflejada en el lago, sino en una pantalla portátil.
Por supuesto, esta solo es una cara de la moneda. Instagram y Facebook no son más que bases de datos interactivas, definidas por algoritmos que le dan al usuario más del contenido con el que este interactúa. Esto significa que con un esfuerzo activo, el usuario puede curar su feed de manera tal que este se convierta en una fuente de información útil, según sus intereses: nutrición, ciencia, viajes, arte, paisajes, historia, humor y demás. Los portales serían entonces un acceso a contenido que nos permitiría diversificar nuestro conocimiento de aquellos temas que nos fascinan y conmueven.
Nuestros hábitos nos hacen y deshacen. El usuario promedio de Instagram usa la aplicación casi una hora diaria, una cantidad de tiempo que al invertirse en el consumo de contenido constructivo prometería acercarnos a una realidad repleta de seres humano más integrales, cultivados e informados. Es casi trágico observar como a pesar de estar rodeado de una realidad tan compleja y mística, el individuo insiste en enfocar su atención en su propia imagen e identidad, tan intrínsecamente insustanciales.
No es difícil imaginar por qué Narciso entró en desesperación al verse únicamente confrontado con su rostro. La monotonía nos saca de quicio. Necesitamos cambios, diversidad de estímulos. Y he ahí el gran riesgo del egocentrismo digital: el embelesamiento con la propia imagen no se desarrolla frente a la unidimensionalidad de un pozo, sino frente a una pantalla interactiva que nos permite diversificar la manera en la que nos documentamos y celebramos. Quizás no terminemos en el fondo del pozo, pero ¿qué tanto mejor es una vida dedicada a la monomanía egocéntrica?
Por amor a todo lo que es bueno, olvídate un rato de ti mismo y sal a caminar. Mira a los árboles, llama a tu mamá. A nadie le interesa cuál plato de sushi decidiste engullir, y si a alguien le llegase a interesar, esta persona necesita aumentar sus expectativas.
Superar esa fascinación que se tiene por uno mismo promete enriquecer nuestro mundo y ampliar nuestros horizontes. Olvidarnos de nosotros un rato es, paradójicamente, el mayor favor que podemos hacernos.