Al ver o escuchar la cadena nacional del martes pasado, en esencia idéntica a todas las montadas en escena por el mismo motivo en las últimas dos décadas, cabe la pregunta acerca de si lo acontecido el 4 de febrero de 1992 (igual para lo ocurrido el 27 de noviembre de aquel año) es digno de ser celebrado o es perentorio de ser condenado. En verdad, no hay dilema alguno en la interrogante planteada: un demócrata convencido en alma y corazón jamás podrá esgrimir palabra alguna no sólo para vitorear el zarpazo a la legalidad y a la legitimidad constitucional intentado en esa oportunidad, sino, incluso, para intentar justificarlo y/o comprenderlo de alguna manera, aunque no llegase a estar plenamente de acuerdo con su ocurrencia. En caso contrario, lo que queda en evidencia es la identificación con la visión militarista de la historia, aunque a veces quien aplaude desde esta acera de pensamiento está allí movilizado para la ocasión sin saber en realidad el porqué de su presencia. En otras palabras, celebrar o condenar es cuestión de asumir el cómo debe ser el devenir de la sociedad. Queda claro. Fin de la discusión.
Los golpes militares, o las intentonas de estos, constituyen, en sí mismos, e independientemente de las razones que se aleguen para su organización y ejecución, un mentís al proyecto civilizatorio asociado y representado en la construcción y/o sostenimiento de la democracia. Los golpes militares expresan la apuesta por resolver los conflictos internos de cualquier sociedad por la vía de la fuerza, la brutalidad, el derramamiento de sangre, y no por el ejercicio de la soberanía popular. Apelar a ellos se traduce en no compartir, en lo más mínimo, la vigencia de la democracia como único sistema de gobierno en capacidad de garantizar el respeto, la exaltación y la materialización de las libertades políticas y civiles que, con inmensos sacrificios desplegados a través del tiempo, la humanidad ha entronizado como pilares fundamentales del progreso social. Vivir bajo la amenaza de que se sucedan golpes militares no es vivir en democracia y no vivir en democracia es sumirse irremediablemente en el oprobio que acarrea la ausencia de progreso de los pueblos. Demasiada y desgraciada experiencia al respecto tiene la sociedad venezolana en su andar republicano. Ante tanto sufrimiento acumulado, ante tanta estafa política evidenciada, es irracional que a estas alturas haya quien crea que tales saltos al vacío deban seguir siendo encomiados.
Lo más grave del asunto es que a veces se olvida que el autoritarismo no sólo se impone, sino que, también, con o sin vergüenza, se demanda. En este sentido, es improcedente desdeñar el hecho de que lo ocurrido el 4 de febrero de 1992 recibió la alabanza de un significativo cotarro golpista regado en distintas capas de la sociedad que, con inicua complicidad o brutal ignorancia, estimuló, reclamó, apoyó y/o justificó la militarada. Muchas voces quisieron hacer ver que era inevitable que una supuesta camada de ángeles vengadores viniese a rescatar de la ignominia a los venezolanos, demostrando así su plena convicción de que la gente no tiene criterio ni capacidad para emprender sus propios procesos transformadores. Una vez más, y como siempre, demostraron así esas mentes “preclaras” su acendrado desprecio por la cultura política de nuestro pueblo. Fueron falaces en su momento y lo siguen siendo en la actualidad: ninguna sociedad necesita redentores; lo que requiere es activarse conscientemente para construir y ejercer la ciudadanía y así labrarse la prosperidad que puede venir en el futuro. No reconocer esto es demostrar estulticia o hacer el papel de proxeneta para proyectos políticos inconfesables.
Una generación esperanzadora está creciendo en este país. Que sea la generación que frente a hechos como el 4-F diga y haga posible: ¡Nunca más!
@luisbutto3