La incertidumbre que genera haber vivido en esas circunstancias se queda para toda la vida. Es un sobresalto que se instala mientras duermes; un ojo abierto que nunca se cierra porque el repello de un muro puede terminar sobre tu almohada y, también, un dar las gracias cuando amanece y aún respiras. Ahora mismo, en esta ciudad y en este país, hay miles de familias que acuestan a sus hijos sin saber si habrá un mañana porque una viga puede ceder, un techo colapsar o un arquitrabe venirse abajo.
A quienes les gusta separar la política de la cotidianidad, como si lo que ocurre en “palacio” no afectara a todos los aspectos de una sociedad, hay que recordarles que muchos de esos inmuebles habrían tenido una suerte muy diferente si hace décadas se les hubiera permitido a sus habitantes apelar a algo más que a las vías oficiales para resolver los problemas que se iban presentando cada día.
Pero como un padre severo, el Estado cubano quiso tenerlo todo y garantizarlo todo. El resultado: medio siglo de edificios que se deterioraban y destruían sin que se le permitiera a un contratista, a una cooperativa o a una empresa privada detener la debacle ni construir nuevos inmuebles. Para cuando fueron a abrir algunas válvulas en ese monopolio, ya era tarde y -para colmo- las pequeñas aperturas en el sector por cuenta propia siguen lastradas por la falta de autonomía, la excesiva burocracia y una omnipresencia oficial que no cede.
Todo eso, porque el “gran padre controlador” que es la Plaza de la Revolución necesitaba hacernos creer que no solo proveía el alpiste a través del mercado racionado, la distribución a través de privilegios políticos y la meritocracia ideológica, sino que también nos daba el techo: una burda jaula que se cae a pedazos.
Artículo publicado originalmente en 14ymedio (Cuba) el 4 de febrero de 2020