Saltan, caen, se dejan empujar por el viento. Ansían el cielo. Los vástagos de los millones de langostas que en los últimos meses diezmaron pastos y cultivos en el Cuerno de África están a punto de alzar el vuelo; amenazando la subsistencia en una región golpeada por la crisis climática.
A finales de 2019, inusuales tormentas e inundaciones en las costas del mar Arábigo, precedidas por la irrupción de cinco ciclones tropicales ligados al rápido calentamiento de las aguas del océano Índico, sirvieron de caldo de cultivo para la proliferación en masas de estos insectos.
Llegados desde un Yemen consumido por la guerra, estos migrantes voladores invadieron entonces áreas húmedas de Somalia, el sur de Etiopía y el norte de Kenia en enjambres de un tamaño medio de unos 250 campos de fútbol; devastando a su paso los pastos de los que dependen millones de pastores nómadas.
Langostas del desierto rosáceas que, incluso, llegaron donde no se existe.
“¡No he visto nada igual en mis 93 años de vida”, exclama Muuse Aarinte, jefe tradicional del poblado de Geerisa (oeste), al recordar los 20 días de enero durante los cuales las langostas se adueñaron de este pequeño pueblo localizado en el autoproclamado Estado independiente de Somalilandia (norte de Somalia), que no tiene reconocimiento internacional.
Un “no-país” en el que, dicen sus habitantes, salvo cuando llegan las langostas o las sequías -y a diferencia de su hermana Somalia, de la que se separaron unilateralmente en 1991 tras la caída del dictador Siad Barré y años de sangre y masacres-, se puede mascar khat (estimulante vegetal muy usado en la región) con calma y respirar una paz calurosa.
CATÁSTROFE HUMANITARIA
“Todo lo arrasaron a su paso”, recuerdan los vecinos de Geerisa, quienes intentaron ahuyentar a estos voraces insectos con una cacerolada mientras observaban con resignación como el pasto destinado a sus animales iba desapareciendo, y con él, su principal medio de subsistencia.
“Somalilandia recibe cada año langostas (durante los meses de invierno), pero en esta ocasión ha sido mucho peor”, enfatiza en la capital de Hargeisa el ministro regional de Agricultura, Ahmed Muumin Seed, consciente de que, si no se actúa ahora, estas jóvenes langostas formarán en abril nuevos enjambres, se reproducirán y sus huevos eclosionarán antes de junio.
Para entonces, su población podría llegar a multiplicarse por 400, según estimaciones científicas, antes de migrar una vez atraídas por las lluvias de Pakistán e India.
“Las ninfas de langosta están en su segunda fase, a punto de echar a volar, y una vez lo hagan será mucho más difícil controlar su expansión”, explica Seed. “Esto no solo coincidirá con la época de lluvias, sino también con nuestra temporada de siembra”, añade.
De acuerdo con diversas ONG, esta segunda invasión podría desencadenar una catástrofe humanitaria en el Cuerno de África; una de las regiones más vulnerables a los choques climáticos, dependiente del sector primario y que, según la ONU, acoge a unos 13 millones de personas en situación de inseguridad alimentaria.
“Ten en cuenta que un enjambre de un kilómetro cuadrado contiene entre 40 y 80 millones de langostas y cada una de ellas ingiere unos dos gramos de alimento”, detalla a Efe Keith Crissman, oficial superior para la previsión de la langosta de la Organización de la ONU para la Alimentación y la Agricultura (FAO).
“Esto significa que un enjambre del tamaño de Barcelona comerá en un solo día lo mismo que sus (más de cinco millones de) habitantes en 48 horas”, continúa el especialista.
La FAO cuenta en la costa de Somalilandia -así como en otros puntos del este de África- con misiones de vigilancia y fumigación a fin de contener esta nueva generación de ninfas, que amenaza 1,2 millones de acres de tierra o, lo que es lo mismo, cuatro veces el área de la ciudad de Nueva York.
“MORIREMOS JUNTOS”
A pocos kilómetros del árbol bajo el que Aarinte rememora el día-que-se-hizo-noche, tras atravesar un camino moteado de camellos y espinosas acacias, se vislumbra una verdosa explanada en la que pequeñas langostas se mueven nerviosas, saltan y aletean de un arbusto a otro con la efervescencia propia de quienes acaban de llegar al mundo.
Contra ellas, dos hombres vestidos con trajes de protección blancos -apoyados por un vehículo con pulverizador- rocían con biopesticida a estos impúberes insectos, encabezonados en evitar un potencial brote regional como el que en los últimos meses ha golpeado a Kenia -el peor en 70 años- o Etiopía.
“Se trata de comunidades de pastoreo donde las langostas compiten con el ganado por alimento”, apunta Crissman. “Si los animales reciben menos comida se debilitan, enferman y pueden morir; pero a su vez los niños de estas familias dependen de su leche, por lo que podría derivar en un problema nutricional”, advierte.
Desfallecer por falta de alimento como ya sucedió en 2018, cuando la ausencia repetida de lluvias en Somalilandia situó a 725.000 personas en riesgo de hambruna, según datos del Consejo Noruego para los Refugiados; hizo que fuera habitual encontrarse en sus caminos arenosos restos de cabras y camellos descomponiéndose bajo el sol.
Aquel año, Aarinte dejó de ser apodado “El acaudalado”, tras perder en apenas tres adustos meses todas sus posesiones: 1.500 ovejas, 50 camellos y 20 burros, para convertirse, junto a otras 400 familias de su área, en un desplazado climático más.
“Cuando falte el alimento, los animales y nosotros moriremos juntos. Ya ha sucedido antes”, medita Aarinte, que explica el apego cultural somalí de no vender las cabezas de ganado hembra incluso en momentos de necesidad.
“¡Sólo Alá puede salvarnos, no hay nada que podamos hacer más que rogar a Alá!”, exclama entre gestos grandilocuentes apuntando con sus manos, ojos y barba anaranjada por la henna a un cielo sofocante, por ahora, libre de langostas.
EFE