Todo eso se ha ido agotando”, lamenta María Rodríguez, venezolana en Perú, al ver los alimentos que aún tiene tras más de dos semanas desde que se declaró cuarentena nacional. Su esposo llegó primero al país en octubre del 2018. Ella, su mamá y sus tres hijos hicieron lo propio en febrero del 2019, luego de vender sus cosas para completar los pasajes de un viaje por tierra que les tomó siete días.
Por Diana Bueno y Milagros Requena / La República
Cuando el presidente del Perú, Martín Vizcarra, confirmó -hace un mes- el primer caso de COVID-19 (un joven de 25 años que había viajado por países de Europa), pocos pensaron que las medidas que iba a tomar serían tan rápidas. Al noveno día de anunciarse al paciente “cero”, había ya 71 nuevos positivos para el nuevo coronavirus. Ante una mayor propagación de la pandemia, el mandatario decidió cerrar las fronteras y establecer el aislamiento social obligatorio; es decir, nadie salía de sus casas a menos que brinde o adquiera un servicio de primera necesidad.
María Rodríguez estaba escuchando el mensaje a la nación y pensaba que no irían a trabajar, que no iban a conseguir dinero y, por ende, no tendrían qué comer. Su esposo, quien trabajaba como chófer de una línea “pirata” antes del estado de emergencia, era el que aportaba el mayor ingreso. Todo ha cambiado.
“El hambre no tiene nacionalidad. […] Hay días en que los adultos no comemos para poder alimentar a los niños y así estamos”, lamenta la migrante venezolana, mientras recuerda que esta no es la primera vez que la comida falta en su mesa. Ya lo vivió en su tierra natal.
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